De Raniero Cantalamessa
Lo primero que hay que hacer de cara a los pobres es romper los dobles cristales aislantes, superar la indiferencia y la insensibilidad. Debemos, como nos exhorta precisamente el Papa, «darnos cuenta» de los pobres, dejarnos impactar por una sana inquietud ante su presencia en medio de nosotros, con frecuencia a dos pasos de nuestra casa. Lo que debemos hacer en concreto por ellos se puede resumir en tres palabras: amarlos, socorrerlos, evangelizarlos.
Amar a los pobres. El amor a los pobres es uno de los rasgos más comunes de la santidad católica. En el mismo san Francisco, como hemos visto en la primera meditación, el amor a los pobres, a partir de Cristo pobre, es anterior a su amor a la pobreza, y fue lo que le llevó a desposarse con la pobreza. Para algunos santos como san Vicente de Paul, Madre Teresa de Calcuta y tantos otros, el amor a los pobres fue precisamente su camino a la santidad, su carisma.
Amar a los pobres significa ante todo respetarlos y reconocerles su dignidad. En ellos, justamente por la falta de otros títulos y distinciones secundarias, brilla con una luz más viva la dignidad radical del ser humano. En una homilía de Navidad pronunciada en Milán, el cardenal Montini decía: «La visión completa de la vida humana bajo la luz de Cristo ve en un pobre algo más que un menesteroso; ve en él a un hermano misteriosamente revestido de una dignidad que obliga a tributarle reverencia, a acogerlo con premura, a compadecerlo más allá del mérito»
Pero los pobres merecen no sólo nuestra conmiseración, merecen también nuestra admiración. Ellos son los verdaderos campeones de la humanidad. Todos los años se distribuyen copas, medallas de oro, de plata, de bronce; al mérito, a la memoria o a los ganadores de competiciones. Y quizá solamente porque han sido capaces de correr en una fracción de segundo menos que los otros, cien, doscientos o cuatrocientos metros de obstáculos, o por saltar un centímetro más que los otros, o por vencer un maratón o una competición de slalom.
Y bien, si observáramos los saltos mortales, la resistencia, los slalom que los pobres son capaces de hacer a veces, y no sólo una vez, sino durante toda la vida, las prestaciones de los atletas más famosos nos parecerían juegos de niños. ¿Así, por ejemplo, qué es un maratón en comparación con lo que hace un hombre-rickshaw de Calcuta, el cual al final de la vida habrá hecho a pie el equivalente a diversas vueltas de la tierra, con el calor más enervante, acarreando a uno o dos pasajeros por calles maltrechas, entre baches y charcos, zigzagueando entre los coches para no ser atropellado?
Francisco de Asís nos ayuda a descubrir un motivo aún más fuerte para amar a los pobres: el hecho de que ellos no son simplemente nuestros «semejantes» o nuestro «prójimo»: ¡son nuestros hermanos! ¡Son hermanos aquellos que tienen un mismo padre, y los hombres son hermanos porque tienen un único Padre en el cielo! Jesús dijo: «Uno sólo es vuestro Padre, el del cielo» y «todos vosotros sois hermanos» (cf. Mt 23,8-9), pero esta palabra había sido entendida hasta ahora como dirigida solamente a sus discípulos. En la tradición cristiana, hermano en sentido estricto es sólo aquel que comparte la misma fe y ha recibido el mismo bautismo.
Francisco toma de nuevo la palabra de Cristo y le da un alcance universal, que es ciertamente el que tenía en su mente Jesús. Francisco puso de veras a «todo el mundo en estado de fraternidad». Llama hermanos no solamente a sus frailes y a los compañeros en la fe, sino también a los leprosos, los ladrones, a los sarracenos, o sea, a creyentes y no creyentes, buenos o malos, especialmente a los pobres. Novedad ésta absoluta, extiende el concepto de hermano y hermana también a las criaturas inanimadas: al sol, a la luna, la tierra, el agua y hasta a la muerte. Evidentemente es poesía más que teología. El santo sabe bien que entre ellas y las criaturas humanas, hechas a imagen de Dios, existe la misma diferencia que entre el hijo de un artista y las obras por él creadas. Pero es que el sentido de fraternidad universal del Pobrecillo no tiene confines.
Esto de la fraternidad es la contribución específica que la fe cristiana puede dar para reforzar en el mundo la paz y la lucha contra la pobreza, como sugiere el tema de la próxima Jornada Mundial de la Paz: «Fraternidad, fundamento y camino hacia la paz». Si lo pensamos bien, ese es el único fundamento verdadero y no veleidoso. ¿Qué sentido tiene, en efecto, hablar de fraternidad y de solidaridad humana, si se parte de una cierta visión científica del mundo que conoce, como únicas fuerzas en acción en el mundo, «el acaso y la necesidad»?; ¿si se parte, en otras palabras, de una visión filosófica como la de Nietzsche, según la cual «el mundo no es más que voluntad de potencia y todo intento de oponerse a esto es sólo signo del resentimiento de los débiles contra los fuertes? Tiene razón quien dice que «si el ser es solamente caos y fuerza, la acción que busca la paz y la justicia está destinada inevitablemente a quedarse sin fundamento». Falta en este caso una razón suficiente para oponerse al liberalismo desenfrenado y a la «desigualdad» denunciada con fuerza por el papa en la exhortación Evangelii gaudium.
Al deber de amar y respetar a los pobres, le sigue el de socorrerlos. Aquí viene en nuestra ayuda el apóstol Santiago. ¿De qué sirve -dice él- compadecerse de un hermano o una hermana que no tiene vestido ni alimentos diciéndole: «¡Pobrecito, cuánto sufres. Ve, caliéntate y sáciate!», si tú no le das nada de lo que necesita para calentarse y nutrirse? La compasión, como la fe, sin obras está muerta (cf. Sant 2,15-17). Jesús en el juicio no dirá: «Estaba desnudo y os compadecisteis de mí»; sino: «Estaba desnudo y me vestisteis». Ante la miseria del mundo, no hay que enfadarse con Dios sino con nosotros mismos. Un día, viendo a una niña temblando de frío y llorando de hambre, un hombre fue presa de un arranque de rebelión y gritó: «Oh Dios, ¿dónde estás? ¿Por qué no haces algo por esta criatura inocente?». Y una voz interior le respondió: «¡Claro que he hecho algo. Te he hecho a ti!». Y de inmediato entendió.
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Hoy, sin embargo, ya no es suficiente la simple limosna. El problema de la pobreza se ha vuelto planetario. Cuando los Padres de la Iglesia hablaban de los pobres, pensaban en los pobres de su ciudad, o a lo sumo en los de la ciudad vecina. Casi no conocían otra cosa sino muy vagamente y, por lo demás, aunque lo hubieran conocido, habría sido muy difícil hacer llegar las ayudas, en una sociedad como la suya. Hoy sabemos que esto no es suficiente, aunque nada nos dispensa de hacer lo que podamos también a este nivel individual.
El ejemplo de tantos y tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo nos muestra que hay muchas cosas que se pueden hacer para socorrer, cada uno según sus propios medios y posibilidades, a los pobres y promover su elevación. Hablando del «grito de los pobres», en la Evangelica testificatio, Pablo VI decía de modo particular a nosotros religiosos: «Induce a algunos de vosotros a unirse a los pobres en su condición, a compartir sus ansias punzantes. Invita, por otra parte, a no pocos de vuestros Institutos a convertir algunas de sus obras propias en servicio de los pobres».
Eliminar o reducir el abismo injusto y escandaloso que existe en el mundo entre ricos y pobres es el deber más urgente y más ingente que el milenio concluido hace poco ha entregado al nuevo milenio en el que hemos entrado. Esperemos que no sea todavía el problema número uno que el milenio presente deje en herencia al próximo milenio.
Finalmente, evangelizar a los pobres. Esta fue la misión que Jesús reconoció como la suya por excelencia: «El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido para evangelizar a los pobres» (Lc 4,18), y que indicó como signo de la presencia del Reino a los enviados del Bautista: «Los pobres son evangelizados» (Mt 11,5). No debemos permitir que nuestra mala conciencia nos empuje a cometer la enorme injusticia de privar de la buena noticia a aquellos que son sus primeros y más naturales destinatarios. Tal vez, poniendo como excusa, el proverbio que dice «el vientre hambriento no tiene oídos». La acción social debe acompañar a la evangelización, jamás sustituirla.
Jesús multiplicaba los panes y a la vez también la palabra, más aún, administraba primero la Palabra, a veces durante tres días seguidos, y después se preocupaba también de los panes. No sólo de pan vive el pobre, sino también de esperanza y de toda palabra que sale de la boca de Dios. Los pobres tienen el derecho sacrosanto de escuchar el Evangelio en su totalidad, no en edición abreviada o polémica; el evangelio que habla de amor a los pobres, pero no de odio a los ricos.
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