“La verdad del amor humano. Orientaciones sobre el amor conyugal, la ideología de género y la legislación familiar”
Amor conyugal, institución y bien común – Sexta parte:
82. El amor humano y el bien de la persona están tan estrechamente relacionados que esta solo se realiza en la medida en que ama. A esa realización, sin embargo, solo sirve un amor verdadero, una relación interpersonal en la que las personas se valoran por lo que son. Por eso, si la relación tiene lugar a través del lenguaje propio de la sexualidad, solo se puede calificar como amor la relación que tiene lugar entre el hombre y la mujer unidos en el matrimonio. La institución matrimonial es, por tanto, una exigencia de la verdad del amor cuando se expresa en el lenguaje propio de la sexualidad. Y, como al bien del matrimonio está ligado el bien de la familia y a este el de la sociedad, defender y proteger la institución matrimonial es una exigencia del bien común. Consiste, en última instancia, en la promoción de una convivencia social sobre la base de unas relaciones de justicia que, por darse entre personas, solo lo son cuando se pueden describir como de amor.
83. «La institución del matrimonio no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad ni la imposición extrínseca de una forma, sino una exigencia interior del pacto de amor conyugal, que se confirma públicamente como único y exclusivo, para que sea vivida así la plena fidelidad al designio de Dios Creador. Esta fidelidad, lejos de rebajar la libertad de la persona, la defiende contra el subjetivismo y el relativismo y la hace partícipe de la sabiduría creadora»[73]. Los elementos institucionales no coartan, sino que protegen y garantizan la libertad.
84. De la libertad de los que se casan depende que surja ese tipo de relación entre el varón y la mujer que se conoce como matrimonio. Pero en esa decisión están implicados unos bienes, cuya dignidad y naturaleza piden ser protegidas más allá de la voluntad de los individuos. Junto a otros motivos, además del bien de los hijos y de la sociedad, lo reclama también el bien de los que se casan –¡son personas!– que han de ser valorados siempre como un fin, nunca como un medio. La institución es una exigencia ético-antropológica requerida por la autenticidad del amor conyugal.
85. La dimensión social e institucional pertenece a la naturaleza misma del matrimonio. Su celebración reclama siempre un marco público. Nunca puede reducirse a un acuerdo meramente privado. «En concreto, el “sí” personal y recíproco del hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno y, al mismo tiempo, está destinado al don de una nueva vida. Por eso, este “sí” personal no puede por menos de ser un “sí” también públicamente responsable, con el que los esposos asumen la responsabilidad pública de la fidelidad, que garantiza asimismo el futuro de la comunidad»[74].
86. Es entonces, cuando «el amor auténtico se convierte en una luz que guía toda la vida hacia su plenitud generando una sociedad habitable para el hombre»[75], cuando «la comunión de vida y amor que es el matrimonio se configura como un auténtico bien para la sociedad»[76]. Por eso, «evitar la confusión con los otros tipos de unión basados en un amor débil se presenta hoy con una especial urgencia. Solo la roca del amor total e irrevocable entre un hombre y una mujer es capaz de fundar la construcción de una sociedad que llegue a ser una casa para todos los hombres»[77].
a) La “trampa” de la emotividad en un mundo utilitarista
87. Cuando se parte de una idea de libertad como mera espontaneidad, sin otro compromiso que el que se funda en las emociones, el vínculo matrimonial aparece como un estorbo y su estabilidad como la “cárcel” del amor. Una concepción del amor conyugal que lo desvinculara de todo orden normativo haría, por eso mismo, que ya no fuera verdadero, pues pertenece a la naturaleza humana no ser simplemente naturaleza, sino tener historia y derecho, precisamente con el fin de ser natural.
88. No es difícil constatar las consecuencias a que llevaría la concepción “romántica” y subjetivista del amor conyugal. Si se ignorara o no se apoyara en la roca firme del compromiso de la voluntad racional protegida por la institución, el amor estaría sometido al vaivén de las emociones, efímeras por naturaleza; se derrumbaría más pronto que tarde; no tendría base; se habría edificado sobre algo tan movedizo como la arena (cf. Mt 7, 24-27). Entonces los esposos, cuando surgieran los problemas, se verían envueltos en un proceso de enfrentamiento que les llevaría a concluir fácilmente que había muerto el amor, y que la separación o ruptura se hacían inevitables. Se habría confundido la emoción con el amor, lo cual les haría incapaces para encontrar la solución.
89. Inseparable de esta interpretación romántica del amor conyugal, al menos en parte, se ha difundido también una “privatización” del amor que ha perdido su reconocimiento social. No se ve en el amor la capacidad de implicar a los hombres en la realización de un bien común relevante para las personas. A ello se refería Benedicto XVI cuando, en la encíclica Caritas in veritate, hablaba de la pérdida que esto supone para una sociedad que quiera ser auténticamente humana[78].
90. Un amor percibido solo como emoción o como un asunto meramente privado queda despojado a priori de cualquier significado que pueda ser comunicado a los demás. Con esa lógica solo interesa la valoración utilitarista. Las personas dejan de ser afirmadas por sí mismas. Se ven solo como objetos de producción y de consumo. Es lo que sucede en una sociedad que valora únicamente las relaciones sexuales interpersonales por la utilidad que reportan o el grado de satisfacción que producen. El lenguaje de la sexualidad deja de ser significativo. Carece de un valor por el que tiene sentido comprometer la libertad. Así lo confirma la banalización de la sexualidad, que conduce a la triste situación de «tantos jóvenes envejecidos, desgastados por experiencias superficiales y para los que el amor humano verdadero es una empresa casi imposible»[79].
b) La injusticia de una institución “a la carta”
91. La justificación de los actos por sus consecuencias o por la ponderación de los resultados previstos parece ser uno de los principales principios, supuestamente éticos, preponderantes en los ámbitos públicos en la sociedad actual[80]. Una perspectiva que lleva al relativismo moral. Todo vale, si sirve para conseguir el objetivo que se intenta. Las acciones, políticas o económicas, se valoran sin tener en cuenta la naturaleza de los medios que se emplean. El relativismo se acrecienta si la determinación de la verdad y de la bondad de los resultados que se buscan se confía a las instancias del poder o las decisiones de los particulares –mayorías o minorías–, y no se fundamenta en la naturaleza de las cosas. La consecuencia es una sociedad adormecida. Afectada por una profunda crisis moral, carece de los criterios que le ayuden a reaccionar y defender valores tan básicos para el bien común como el matrimonio y la familia. Puede ser que no se niegue e, incluso, se defienda la necesidad de esas instituciones, pero se las vacía de contenido, por lo que cabe cualquier forma de convivencia y todo tipo de uniones.
92. Los procedimientos democráticos, tan importantes y necesarios en la construcción y desarrollo de la convivencia social, no determinan, por sí mismos, la verdad y la bondad del matrimonio y de la familia. «Hay quien piensa que la referencia a una moral objetiva, anterior y superior a las instituciones democráticas, es incompatible con una organización democrática de la sociedad y de la convivencia»[81]. Pero no es así. Por encima y con anterioridad a las decisiones de los que se casan y de la sociedad, existen una verdad y derecho superior, enraizados en la humanidad del hombre y de la mujer, en su condición personal y social, en la de sus hijos y de la sociedad. Cualquiera es capaz de advertir que las instituciones del amor conyugal y familiar son indispensables en la consecución del bien común.
93. La aceptación de la idea, tan extendida en nuestra sociedad, de que el amor conyugal nada o muy poco tiene que ver con las normas sociales, responde a una concepción que separa el amor y la justicia[82]. Algunos llegan a sostener que el amor y la institución son de tal manera incompatibles que el amor no puede nacer ni desarrollarse si las relaciones que se establecen están presididas por la justicia. Con ese pensamiento es imposible percibir que el amor es fuente de obligaciones y conformador de vínculos estables. Por eso –se dice– el amor no puede ser “comprometido”. La institución del matrimonio sería la “cárcel” del amor. La fidelidad matrimonial, una esclavitud.
94. La verdad, sin embargo, es que, en las relaciones entre personas, el amor y la justicia se reclaman hasta el punto que uno y otra se afirman o se niegan a la vez y al mismo tiempo. En las relaciones interpersonales, la justicia en su empeño por dar a cada uno lo suyo, reconoce el valor personal del prójimo como un ser digno de ser amado. Una justicia separada del amor corre el peligro de ser inhumana o meramente formal, vacía. Se reduce a ser una simple reclamación de derechos, que se hacen coincidir, cada vez más, con los propios intereses, sin referencia alguna a los deberes correspondientes. Como recuerda Benedicto XVI, «es importante urgir una nueva reflexión sobre los deberes que los derechos presuponen, y sin los cuales estos se convierten en algo arbitrario»[83].
95. La naturaleza y sentido de la justicia se diluyen cuando se parte de una idea meramente legalista de la misma. Como si lo “justo” dependiera exclusivamente de lo que en cada momento decidiera la autoridad o la mayoría, y la legalidad de una acción fuera la única garantía de su justicia, sin relación alguna con la naturaleza de las cosas. De este modo la moralidad se reduciría a una simple “corrección política”, sometida, por principio, a presiones partidistas de muy corto alcance.
96. El amor conyugal y la institución matrimonial son realidades que no se pueden separar. Si faltara el amor verdadero en la relación de los que se casan, el discurrir de sus vidas no se desarrollaría en conformidad con su dignidad de personas. Y sin la garantía de la institución, la libertad con la que se entregan y relacionan no respondería a la verdad, porque faltaría el compromiso de fidelidad, condición absolutamente necesaria de la verdad de su amor. La institución matrimonial es algo tan necesario para el amor conyugal que este no puede darse sin aquella.
c) El matrimonio y la familia, elementos esenciales del bien común
97. «El orden justo de la sociedad y del Estado –recuerda Benedicto XVI– es una tarea principal de la política»[84]. Su promoción es responsabilidad de los gobiernos, cuyo servicio al bien común fundamenta la autoridad de que gozan[85]. Sobre todos y cada uno de los que formamos la sociedad recae, ciertamente, la responsabilidad de contribuir y velar por el bien común. Cada uno debe hacerlo según las posibilidades de que disponga[86]. Pero esa responsabilidad incumbe sobre todo, y en primer lugar, a quienes desempeñan las funciones de gobierno en la sociedad. De manera muy particular cuando se trata de los bienes sociales sobre los que se asienta la existencia y desarrollo de la sociedad.
98. El bien común se identifica, a veces, con el reparto de los bienes de consumo. Es lo que ocurre si se mide tan solo desde la perspectiva del “bienestar”, que se hace coincidir, sin más, con la posesión de esos bienes. La promoción del bien común consistiría en procurar la mayor cantidad posible de bienes de consumo para el mayor número de personas. El deseo es, sin duda, loable. Pero conlleva una visión tan pobre y corta de lo que es el verdadero bien común que, si no se corrige, terminará por anestesiar la conciencia moral de la sociedad. Porque se percibirán con dificultad valores tan fundamentales para la vida en sociedad como la generosidad solidaria, la honradez en las relaciones comerciales, etc.; y en el ámbito familiar, el respeto a la vida de todo ser humano, el derecho a la libertad de los padres a la educación de sus hijos, etc. En nombre del “bienestar” se buscarán razones para imponer unos procedimientos y modos de hacer que sustituyan a las personas, a las que, en cierta manera, se considera “menores de edad”.
99. Al verdadero bien común, en cambio, conduce el empeño por «comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad»[87]. Sobre esta perspectiva, que hace posible percibir con suficiente claridad la enorme contribución de la familia al bien común de la sociedad, se asientan –aunque no solo sobre ella– las enseñanzas de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia. «La Iglesia nos enseña a respetar y promover la maravillosa realidad del matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, que es, además, el origen de la familia. Por eso, reconocer y ayudar a esta institución es uno de los mayores servicios que se pueden prestar hoy en día al bien común y al verdadero desarrollo de los hombres y de las sociedades, así como la mejor garantía para asegurar la dignidad, la igualdad y la verdadera libertad de la persona humana»[88].
— Promoción social del matrimonio y de la familia
100. El matrimonio y la familia son bienes tan básicos para la sociedad que, además de ser reconocidos formalmente, requieren la debida promoción social. Son instituciones que, por su misma naturaleza, estructuran y dan consistencia a las relaciones de los miembros de la sociedad; y esto no solo en momentos de crisis o desamparo, como son los tiempos actuales que nos ha tocado vivir. Con Benedicto XVI afirmamos que «las condiciones de la vida han cambiado mucho y con ellas se ha avanzado enormemente en ámbitos técnicos, sociales y culturales. No podemos contentarnos con estos progresos. Junto a ellos deben estar siempre los progresos morales, como la atención, protección y ayuda a la familia, ya que el amor generoso e indisoluble de un hombre y una mujer es el marco eficaz y el fundamento de la vida humana en su gestación, en su alumbramiento, en su crecimiento y en su término natural»[89].
101. Cuando la promoción del bien común está en juego, la acción política no ha de orientarse a discutir sobre propuestas ideológicas, subjetivas en gran medida e impuestas por pequeñas minorías sometidas a grupos de presión. Se ha de dirigir a reconocer los bienes objetivos y su repercusión real en la vida de los hombres. Porque no todas las instituciones, incluidas las que se fundamentan en la verdad, en la dignidad de las personas, aportan en el mismo grado bienes a la sociedad. Es necesario distinguir y discernir, en cada caso, la naturaleza y transcendencia del papel que desempeñan en la construcción real de la sociedad. Equivocarse en este aspecto provocaría también consecuencias sociales muy negativas en la vida de las personas[90].
102. El matrimonio, es decir, la alianza que se establece para siempre entre un solo hombre y una sola mujer, y que es ya el inicio de la familia, ayuda a que la sociedad reconozca, entre otros bienes, el de la vida humana por el simple hecho de serlo; la igualdad radical de la dignidad del hombre y de la mujer; la diferenciación sexual como bien y camino para el enriquecimiento y maduración de la personalidad, etc. Son todos bienes importantes e inciden decisivamente en la realización de las personas y en el bien de la sociedad. Ahora, sin embargo, queremos subrayar muy particularmente la contribución que la institución matrimonial aporta a la promoción de la dignidad de la mujer.
— Dignidad del hombre y de la mujer
103. Ya como institución natural, el matrimonio exige y comporta la igualdad entre los que se casan. Ni el varón es más que la mujer, ni esta es menos que aquel. Aunque diferentes, poseen, como personas, la misma dignidad. Una visión que tratara de eliminar esa diferenciación supondría, por eso mismo, la negación de la igualdad y haría coincidir la realización de la masculinidad o de la feminidad en una imitación del otro sexo, que se estimaría como superior. San Pablo no niega esa igualdad de la mujer con el marido, cuando hablando del matrimonio cristiano, dice que «las mujeres sean sumisas a sus maridos como al Señor; (…) como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo» (Ef 5, 22.24). Estas palabras han de interpretarse acertadamente. Poco antes, en efecto, el Apóstol afirma que uno y otra, todos hemos de ser «sumisos unos a otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21). Y en otro lugar afirma que entre los «bautizados (…) no hay ya (…) hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 27-28). Esta sumisión recíproca, de la mujer al marido y de este a la mujer, es propia del amor esponsal[91]; pertenece al amor entre Cristo y la Iglesia, del que el amor de los esposos es participación sacramental.
104. Proclamar la igual dignidad del hombre y de la mujer es una exigencia antropológica. Esa es también la enseñanza de la Iglesia. Ello, sin embargo, no conlleva la negación de que uno y otra sean diferentes. Al contrario, el reconocimiento de esa diferenciación es del todo necesario; es uno de los valores fundamentales de la salud de la sociedad; se percibe fácilmente si se tiene en cuenta que el respeto a la condición masculina o femenina es exigencia de la dignidad propia de cada sexo. Ser hombre o ser mujer es inseparable de la persona, como realidad viviente[92]. Por eso, entre otras cosas, se debe reconocer y fomentar el papel de la mujer en la sociedad, la riqueza del genio femenino en la configuración del tejido social[93]. Hoy hay que destacar también la defensa de la misión del hombre como esposo y padre dentro del matrimonio y la familia, ya que la influencia cultural ha propiciado, en amplias parcelas jurídicas, que se menoscaben los derechos de este. Hacer consistir la realización y perfección personal de la mujer en la reproducción mimética del modelo masculino conduciría a pérdidas irreparables para la mujer y para la sociedad. La dignidad de la mujer dependería de algo tan variable como la aceptación que su trabajo tuviera en el entorno social. Y la maternidad se concebiría como un obstáculo en la promoción de la mujer. De la misma forma, el oscurecimiento de la identidad propia del hombre como esposo o padre es también, además de injusto, perjudicial para el mismo bien de las familias y de la sociedad entera.
— La familia, escuela de humanidad
105. Otro de los grandes bienes que la familia aporta a la sociedad es la contribución a la formación de los ciudadanos en los valores esenciales de la libertad, la justicia y el amor. Son los pilares sobre los que se asienta el camino que conduce al bien común. En la familia se inicia y se desarrolla ese ideal educativo, que, al realizarse teniendo como referente la existencia de la familia como comunión de personas, ayuda sobremanera a valorar a los demás de acuerdo con su dignidad. Por eso, la familia es la primera escuela de socialización, el medio más adecuado para que la persona se inserte adecuadamente en el entramado de las relaciones sociales. En la familia se transmite parte importante de ese ingente conjunto de contenidos básicos de la vida que se denomina “tradición”[94], la riqueza de sabiduría que se nos ha entregado a modo de herencia preciosa y que solo desde una recepción agradecida puede comprenderse en la totalidad de su valor[95].
106. Hemos de afirmar con renovado vigor que la familia –como comunidad específica constituida por padre, madre e hijos– es un “capital social” de la mayor importancia, que requiere ser promovido política y culturalmente. Se responde así a una realidad incuestionable[96], a un derecho humano básico; y también al deseo de la sociedad, que, en su inmensa mayoría, valora acertadamente a la familia bien constituida como uno de los bienes fundamentales que se deben proteger. «La familia es una institución intermedia entre el individuo y la sociedad, y nada la puede suplir totalmente»[97].
d) Reconocer lo diferente es justicia, no discriminación
107. Porque el matrimonio y la familia son instituciones fundamentales en la promoción del bien común, el legislador ha de dictar leyes que favorezcan su existencia y desarrollo. Y eso exige, en primer lugar, que las disposiciones que se adopten no contribuyan a diluir la realidad. El lenguaje y la terminología no son inocentes. Cuando se refieren a realidades naturales encierran una significación que, si se cambia o amplía artificialmente, desnaturaliza la realidad significada por los términos que se emplean. Compete ciertamente al legislador, como garante de la convivencia social, regular las relaciones entre los ciudadanos. Pero forma parte de la justicia de esa regulación hacerlo sin desfigurar la verdad y la realidad. Realidades diferentes no pueden ser tratadas como si fueran iguales. Reconocer la diferencia no es discriminación, sino justicia. A distintas realidades, distintos bienes y distintos reconocimientos, distintos deberes y distintos derechos.
108. La cultura dominante en unos momentos determinados no puede llevar a una consideración del matrimonio y de la familia –motivada, quizás, por intereses ajenos a la promoción del bien común–, que desfigure la realidad sobre la que se legisla. Menos aún, si se trata de disposiciones que emanan de la autoridad, a impulsos de determinadas grupos de presión, cuyo interés parece estar fundado casi exclusivamente en la negación de lo diferente. Es lo que ha ocurrido en algunos países, en los que, con el pretexto de superar antiguas discriminaciones, se han dado disposiciones legales que reconocen como matrimonio formas de convivencia que nada tienen que ver con la realidad designada con ese nombre. Con todo, la equiparación al matrimonio de ese tipo de uniones se ha hecho compatible, en estos casos, con el reconocimiento del matrimonio como una institución bien definida y con características propias.
— La legislación española sobre el matrimonio
109. En cambio, en España, la legislación actualmente vigente ha ido aún más allá. La Ley de 1 de julio de 2005, que modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio, ha redefinido la figura jurídica del matrimonio. Este ha dejado de ser la institución del consorcio de vida en común entre un hombre y una mujer en orden a su mutuo perfeccionamiento y a la procreación y se ha convertido en la institución de la convivencia afectiva entre dos personas, con la posibilidad de ser disuelta unilateralmente por alguna de ellas, solo con que hayan transcurrido tres meses desde la formalización del contrato de “matrimonio” que dio inicio a la convivencia[98]. El matrimonio queda así transformado legalmente en la unión de dos ciudadanos cualesquiera para los que ahora se reserva en exclusiva el nombre de “cónyuges” o “consortes”[99]. De esa manera se establece una «insólita definición legal del matrimonio con exclusión de toda referencia a la diferencia entre el varón y la mujer»[100]. Es muy significativa al respecto la terminología del texto legal. Desaparecen los términos “marido” y “mujer”, “esposo” y “esposa”, “padre” y “madre”. De este modo, los españoles han perdido el derecho de ser reconocidos expresamente por la ley como “esposo” o “esposa” y han de inscribirse en el Registro Civil como “cónyuge A” o “cónyuge B”[101].
110. Lo que está en juego no es solo una cuestión de palabras. Es algo mucho más profundo. Se trata del intento de construir un modelo de sociedad en la que, mediante una supuesta “liberación” total, se establezca una presunta igualdad entre todos los ciudadanos que suprima todas las diferencias que se estiman “discriminatorias”; incluidas las que derivan de la condición dada y creatural de ser varón o mujer. Esta diferenciación, tildada de superestructura cultural biologicista o machista por la “ideología de género”, debería ser superada por medio de una nueva construcción. El ser humano se construiría a sí mismo voluntariamente a través de una o diversas “opciones sexuales” que elegiría a su arbitrio a lo largo de su vida, y a las que se debería reconocer la igualdad de derechos. En ese contexto y con esa finalidad se mueven también los Decretos sobre enseñanzas mínimas de la llamada “Educación para la Ciudadanía”[102].
111. No podemos dejar de afirmar con dolor, y también sin temor a incurrir en exageración alguna, que las leyes vigentes en España no reconocen ni protegen al matrimonio en su especificidad[103]. Asistimos a la destrucción del matrimonio por vía legal. Por lo que, convencidos de las consecuencias negativas que esa destrucción conlleva para el bien común, alzamos nuestra voz en pro del matrimonio y de su reconocimiento jurídico. Recordamos además que todos, desde el lugar que ocupamos en la sociedad, hemos de defender y promover el matrimonio y su adecuado tratamiento por las leyes.
— Responsabilidad de todos
112. Será necesario un buen conocimiento de las claves principales de la “ideología de género”, inspiradora en gran parte de la actual legislación española sobre el matrimonio. El conocimiento de su deformación del lenguaje permitirá reaccionar de modo justo. Pero sobre todo será necesario disponer de la formación adecuada acerca de la naturaleza del amor conyugal, del matrimonio y de la familia. Solo entonces será posible alimentar la convicción que permita empeñarse personalmente en favor de la regulación justa del matrimonio y de la familia en el ordenamiento jurídico. La familia, la parroquia, la escuela y los medios de comunicación están llamados a ocuparse de la formación en estos campos.
113. Renovamos también nuestra llamada a los políticos para que asuman su responsabilidad. La recta razón exige que, en esta materia tan decisiva, todos actúen de acuerdo con su conciencia, más allá de cualquier disciplina de partido. Nadie puede refrendar con su voto leyes como las vigentes, que dañan tan gravemente las estructuras básicas de la sociedad[104]. Los católicos, en particular, deben tener presente que, como servidores del bien común, han de ser también coherentes con su fe[105].
114. Cuando los católicos, por medio de sus propuestas legislativas, y el refrendo de su voto, procuran que las leyes sean acordes con la verdad del amor humano, no imponen nada a nadie. En modo alguno buscan imponer la propia fe en una sociedad en la que conviven diversos credos y convicciones variadas, como a veces se dice erróneamente o con ánimo de desacreditar esa actividad. Solo tratan de expresar de modo razonado sus propuestas. Si se oponen, también de modo respetuoso y pacífico, a otras propuestas, es porque las consideran lesivas para el bien común. Y lo hacen porque lo que proponen sobre el matrimonio y la familia es patrimonio común de la recta razón de la humanidad. No porque pertenezca a lo particular de la propia confesión religiosa. Es verdad, sin embargo, que, al contar con la ayuda de la luz de la fe, se encuentran en mejores condiciones para descubrir cuanto sobre la verdad del amor es capaz de conocer por sí misma la luz de la razón[106].
115. Los obispos animamos a todos, pero de manera especial a los fieles católicos, a participar en asociaciones que trabajan por la promoción de la vida matrimonial y familiar. Es motivo de alegría observar la vitalidad creciente del asociacionismo familiar en nuestro país. En los últimos tiempos se están protagonizando acontecimientos y dinámicas sociales de la máxima importancia gracias al estímulo que tales asociaciones proporcionan. Los poderes públicos harían bien en prestarles atención y en protegerlas. Es su obligación ayudar y atender a quienes promueven el bien común. En cambio, sería necesario distinguir bien el verdadero asociacionismo familiar de minoritarios grupos de presión a los que se debe, en no pequeña medida, la actual legislación contradictoria de la realidad del ser humano y dañina para el bien común.
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