Blog del sagrado Corazón de Jesús: Vino y Mirra
Le daban vino con mirra, pero él no lo tomó. Le crucifican y se reparten sus vestidos, echando a suertes a ver qué se llevaba cada uno. Era la hora tercia cuando le crucificaron. Y estaba puesta la inscripción de la causa de su condena: “El Rey de los judíos”. Con él crucificaron a dos salteadores, uno a su derecha y otro a su izquierda y se cumplió la Escritura que dice: “fue contado entre los inicuos” (Mc 15, 23-27).
Terminada la ronda de golpes, de burlas y de penoso andar hacia el monte de las Calaveras, está llegando la hora de la muerte. Pero a Jesús aún le faltan cosas que dar antes de entregar su espíritu en las manos del Padre. Los soldados juegan todavía. Reparten sus vestidos, pero lo hacen jugando. Ellos se divierten. Uno se quedó con la túnica, otro con el manto, alguno con el cíngulo, otro quizás las sandalias.
Ellos se apropiaron de aquellas sandalias que recorrieron los caminos de Galilea y de Judea. Las sandalias que quitó la mujer pecadora cuando besó los pies de Jesús y lloró sobre ellos Lc 7, 36-38); pies que recibieron el homenaje de amor más bello y además el perfume precioso de nardos, del cual Jesús dijo ser el bálsamo de su sepultura (Mt 26, 12); le quitaron esas sandalias que caminaron sobre las aguas del Mar de Galilea (Mt 14, 25), que sacudieron el polvo de los caminos donde no quisieron recibir la buena nueva del reino de Dios.
Aquellos hombres se adueñaron de aquella túnica hermosa que alguna vez se transfiguró junto con Jesús en otro monte (Mc 9, 2; Mt 17, 1-2; Lc 9, 28-29); aquella túnica y aquel manto otrora resplandecientes, no brillaría jamás en aquellas manos ni en aquellos seres romanos que no utilizan estas vestiduras. Aquellas ropas brillantes estaban en manos oscuras, carentes de luz y de amor.
Y, entre dos malhechores estaba crucificado el mayor bienhechor de la humanidad. Aquellos culpables sabían que merecían su justo castigo, y en medio de ellos estaba aquel que cargando las culpas de todos (también las de ellos) regalaría su sangre para la vida del mundo en unos instantes.
Y le daban vino mezclado con mirra. Pero él no lo quiso probar siquiera. Jesús no necesitaba nada. Él había bebido el vino dulce de la alegría la noche anterior, en que celebró la Pascua con sus discípulos. Él sirvió a sus amigos un vino mejor. Él era el portador del verdadero vino capaz de quitar la sed del mundo entero.
Jesús sabía de vinos. De buenos vinos. Algunas parábolas que él relató a sus discípulos y a las muchedumbres para hablarles del reino de Dios fueron elaboradas a partir del vino.
Pensemos en aquella ocasión en que contó la historia del buen samaritano para enseñar a un escriba lo que es el prójimo; le habló de un hombre que se apiada de otro caído en desgracia, al cual, para ayudar, al encontrarlo malherido, lo cura con aceite y vino (vino mezclado con mirra), lo monta en su cabalgadura y lo lleva a un mesón, pagando el alquiler (Lc 10, 25-37).
En otra ocasión, para enseñarle a los fariseos y a los judíos descreídos en general, les habló de un hombre que plantó un viñedo (Mc 12, 1-11) y dejó encargados a unos para que lo cuidaran y le entregaran los frutos, pero aquellos se adueñaron del viñedo y mataron a los enviados del dueño e incluso al hijo del propietario para quedarse definitivamente con aquel viñedo, el lagar y los vinos (parábola en la que Jesús se retrata, pues él es el hijo del dueño del viñedo y del vino).
Otra historia famosa es la de aquel hijo menor de un buen hombre que recibida su herencia malgasta todo en parrandas y, llegado a la pobreza extrema, a la necesidad más cruel, decide regresar a la casa del padre para tener un trabajo y un pan, pues su padre era muy bueno; pero aquel buen padre, en lugar de recibirlo como sirviente hace que lo aseen, lo vistan regiamente, le pongan un anillo y hagan una fiesta con el becerro gordo (y seguramente los mejores vinos) diciendo: el hijo que creía muerto había regresado a la vida, estaba perdido y había sido encontrado (Lc 15, 11-32).
Una historia más fue una de la vida real: María, su madre, fue invitada a una fiesta en Caná, Jesús la acompañó y también unos discípulos. El vino se terminó y por insistencia de María, Jesús hizo que las tinajas de agua para las purificaciones se convirtieran en vino; eran cuatro tinajas de cien litros cada una; el mayordomo, al probar aquella milagrosa bebida, exclamó maravillado dirigiéndose al novio: “la mayoría sirve el buen vino al principio y cuando todos bebieron suficiente, ofrece el corriente; en cambio tú has guardado el vino mejor hasta ahora y nos lo has dado” (Jn 2, 1-12).
Y la noche anterior, la hermosa noche del jueves Santo, Jesús celebró la Pascua con sus discípulos. Y luego de cenar, tomó una jarra llena de vino, lo sirvió en un cáliz y lo fue pasando a cada uno de sus discípulos reunidos en el cenáculo diciendo: “tomen y beban, este es el cáliz de mi sangre, la sangre de la Alianza nueva y eterna que será derramada por ustedes y por muchos para el perdón de los pecados, hagan esto en conmemoración mía” (Lc 22, 17-20).
El vino que ofrece Jesús es su sangre. Es el vino del gozo. Es el vino de la vida. ¿Para qué querría él, ahí arriba, en la cruz probar aquel vino malvado? Él no tenía más sed que la del encuentro con el Padre celestial. El vino que ofrecían aquellos hombres inicuos estaba adulterado. Ese vino era signo de muerte. Y su sangre, que se derramaba en la cruz era sacramento de la vida eterna. A Jesús no le interesaba probar ningún vino, ni agua: de su costado herido saldría también el agua de la gracia; agua y vino mezclados saliendo de su interior. Él no necesitaba ningún vino. Él necesitaba que creyeran en su mensaje de salvación. Él solo quería encontrarse con su Padre, realizar su Pascua, la Pascua verdadera; la del Hijo rescatado, el paso de este mundo a las manos del Padre amoroso que lo convirtió a él, su Hijo amado, en el vino de la alegría. Al Padre en cuyas manos se sabía, y al cual, confiado le diría: en tus manos encomiendo mi espíritu.
Y aquellos hombres le ofrecían vino mediocre, mezclado con mirra; pero él no necesitaba ni vino ni mirra. Él era el dueño del viñedo, del lagar y del vino nuevo. Él tampoco necesitaba mirra, aquel óleo usado para preparar la sepultura de los muertos no le hacía falta, pues él estaba ungido por algo más grande y poderoso: el Espíritu Santo. Por eso le decían el Mesías, el Cristo, esto es, el ungido.
Los reyes eran ungidos al iniciar su ministerio real. Recordamos al rey David, que fue ungido por el profeta Samuel (1Sam 16, 1-13) como rey de Israel, rey de los judíos. A Jesús mismo le aclamaron como el “Hijo de David”, título Mesiánico, solamente aplicable al Hijo de Dios hecho hombre, al rey poderoso que esperaban los hijos de Israel, el que los libertaría de toda opresión. Y, aquel ungido, aquel Rey estaba crucificado entre ladrones, y, en lo alto de la cruz, estaba escrita la causa de su condena: el rey de los judíos”, es decir, el “Ungido”, el “Mesías”, el “Cristo”. ¿Para qué querría él mirra, si era el ungido de verdad, por el Espíritu de Dios? ¿Para qué querría beber vino, si él mismo daría gota a gota un vino mejor que el de Caná, instantes más tarde, desde su costado herido? Él tiene la mirra, él tiene el vino; él tiene la unción, él tiene la vida: su sangre que resbaló en aquella cruz contiene y es la mirra y el vino, lo único que necesitan los hombres para vivir de verdad, el vino de la felicidad. Allí en la cruz, estaba nuestro buen pastor, aquel de quien el Salmo 22 dice: “y llenas mi copa hasta los bordes”. Y en la Eucaristía, memorial anticipado de ese momento de cruz, él mismo nos llena y nos sacia con el pan de su cuerpo, con el vino de su sangre, y con la mirra de su Espíritu.
Un artículo escrito por el padre Pacco Magaña, Guardia de Honor de San Luis de Potosí. Mexico.
Necesitamos una pequeña ayuda mensual o puntual según tus posibilidades para seguir con Tekton. ¡Ayúdanos! Gracias y que Dios te bendiga.