• 15/01/2025

Blog del Sagrado Corazón de Jesús: Absolver

Blog del Sagrado Corazón de Jesús: Absolver

Absolver significa perdonar. Esta palabra la hemos heredado del latín, aquella lengua antigua que hablaban los romanos y que llevaron a muchos pueblos de la tierra conquistados por ellos. La palabra se escribe: “absolvo” en primera persona de singular, modo indicativo. Es un verbo intransitivo. También significaba liberar, soltar, desatar, remover, dejar libre de. En la antigüedad se aplicaba la palabra absolver cuando se liberaba al esclavo, cuando se remitían las deudas. Absolver es liberar, perdonar.

En la actualidad solamente se utiliza para designar el acto por el cual un sacerdote declara el perdón de los pecados a un penitente, y, en Derecho, se aplica al dejar libre de culpa. Pero, no divaguemos demasiado en estas cosas, vayamos a lo práctico.

Perdonar es hacer efectiva la libertad, dejar a alguien libre de cargos, de culpas, de deudas. Cuando perdonamos en realidad estamos haciendo dos cosas: dejar libre a alguien a quien hemos dejado de amar, para amarlo otra vez; y, por otro lado, nos liberamos de una carga enorme, la del odio, resentimiento, rencor o hasta injusticia.

Y perdonar es liberador. Quien no perdona es esclavo de sus sentimientos o de sus instintos. El que perdona es humilde y es grande a la vez. Recordemos que el que se humilla será enaltecido.

Solo perdona el que es grande, lo mismo que solo se humilla el que es grande. Solo puede practicar la humildad quien tiene grandeza, pues humillarse significa hacerse pequeño; y solo puede hacerse pequeño el que no lo es. Y por eso alguien que tiene grandeza crece aún más al practicar la humildad. De la misma manera, solo perdona el que tiene poder, quien no lo tiene no puede perdonar, no puede absolver.

Ahora bien, pensemos, cuando ofendemos o agraviamos, dañamos a alguien, voluntaria o involuntariamente, nos damos cuenta de eso, de que hemos fastidiado, de que hemos herido, entonces algo dentro de nosotros está inquieto, angustiado, desesperado, algo nos dice que hemos perdido la paz, somos conscientes de eso, es lo que llamamos la conciencia; conciencia, es decir, nos damos cuenta; pero también es “conciencia de pecado”, hemos fallado, hemos hecho que alguien perdiera la alegría ¿habrá pecados más grandes que estos? Porque pecar siempre, irremediablemente, nos quita la alegría; pero al mismo tiempo, los pecados, las faltas más graves son las que hacen que alguien sufra por nuestra causa, por nuestra falta de prudencia o de amor, de caridad. Cuando hemos dañado a alguien, no solo perdemos la alegría, sino que perdemos la paz, estamos en deuda con alguien, necesitamos el perdón.

Aunque es cierto que hay personas que, aun con plena conciencia han dañado a otro o lo han ofendido, prefieren, para no sentirse mal, para no sufrir, no hacer caso a la conciencia, dejar pasar, pensando: “el tiempo cura todo, el tiempo acomoda todo; si aquel se siente ofendido o dañado, es problema suyo”, así piensa el que es desconsiderado, el cretino; esto no significa que no tenga conciencia, significa que no tiene responsabilidad, que dañar o no dañar le es indiferente, que se ha curado de culpa, lo cual no significa, de ninguna manera que no la haya; ser infractor es algo de orden de la justicia, no solo de la conciencia.

Cuando obramos con imprudencia, con deslealtad, con traición, engaño, trampa, agresividad, violencia, etc., no solo nos afectamos a nosotros mismos, efectivamente hemos dañado a alguien, la sociedad, la relación con alguien se ha trastocado, alguien está molesto, irritado, triste, alguien ha perdido la paz por causa nuestra.

Así que el obrar mal tiene dos resultados nefastos: por un lado dañamos a alguno y por otro nos hacemos daño; de las dos maneras la paz y la alegría se han dañado, tanto para el ofensor como para el ofendido, tanto para el que daña como para quien sufre el daño.

Si una persona tiene honestidad, o al menos un gramo de conciencia, no puede permanecer indiferente ante el sufrimiento que ha ocasionado, su alma está inquieta, necesita perdón, sentir el dulce alivio del perdón recibido.

Hay personas que acuden al sacramento de la confesión, a buscar el perdón divino, pero en el corazón no han sabido ni querido perdonar a alguien que les ha dañado o bien, no han ido en busca del perdón de aquel a quien han dañado u ofendido. ¿De qué les sirve esa absolución si la que necesitan es otra, la que tiene que ver con el haber estropeado la relación humana y no la que tiene que ver solo con la conciencia? Y no están dispuestos a acudir ni a perdonar ni a pedir perdón, solo quieren paz, y quizá se lleven en el alma el perdón divino, pero la conciencia les dirá constantemente que eso no es suficiente, que es necesario recuperar la paz, la alegría.

Cuando alguien solicita el indulto, cuando alguien pide perdón, cuando alguien se disculpa, encuentra inmediatamente el gozo que había perdido, el alma ríe, el corazón salta. Un hueco que había en el interior ahora se ha llenado con la magia del perdón. Y cuando alguien perdona desde lo profundo de su ser la ofensa recibida, también se llena de gozo, porque perdonar es, liberar y liberarse.

¿Puede alguien vivir en paz, verdaderamente en paz cuando tiene que pedir perdón o cuando tiene que perdonar a alguien? Esto es dudoso, porque su alma está llena de ataduras, la persona que no pide perdón y la que no perdona tienen una gran amargura dentro de sí, una amargura que no se puede curar porque es una llaga supurante y maloliente, algo podrido hay dentro, hay una enfermedad terrible. La persona que no perdona no vive feliz, tiene odio, y el odio es una cara de la tristeza. La persona que no pide perdón tiene soberbia, que es un pecado mayor, es un pecado contra la humildad; por tanto, la persona que no perdona es de bajísima estatura espiritual, es de alma pequeña.

Cuando alguien se disculpa con nosotros él mismo nos coloca en una posición de grandeza, nos hace jueces, él está en nuestras manos; y nosotros debemos elegir entre seguir enojados o en abrir las puertas de la felicidad. Entre vivir la libertad o vivir esclavos de nuestro egoísmo, de nuestro gigantismo.

Al mismo tiempo que alguien se disculpa él mismo se hace pequeño, se pone en las manos de otro, del cual una parte de su vida depende, y al hacerlo se arriesga a ser echado fuera con todo y ataduras o a ser liberado; con todo, disculparse será siempre un acto de valientes, de nobles, de seres que no están dispuestos a seguir siendo poca cosa; y es que hacerse indiferente e irresponsable de sus actos torpes o malvados lo hace cualquiera, solo piden perdón los valientes; los cobardes huyen, pero huyen encadenados; ¡Dios, cuántos seres encadenados pululan por todas partes!; esas cadenas los ahogan, pero ellos permanecen indiferentes, hacen como que no se dan cuenta, pero en realidad están ahorcados. Y ¡cuántos viven encadenando a otros!, esto también los convierte en esclavos, en esclavos del odio inmisericorde. No se dan cuenta de que es lo mismo ser esclavo que ser esclavizador, sus cadenas los vinculan dolorosamente.

Y pedir perdón nos lleva de ser pequeños a ser grandes, colosales; y perdonar nos lleva del gigantismo a la humildad, nos llevan ambas cosas a acondicionar el alma al tamaño exacto para pasar a la vida; en efecto, la puerta de la felicidad es demasiado angosta, hay que empequeñecerse para entrar por ella.

Aprendamos a perdonar. El perdón es liberador, por cualquier extremo que se le vea, por el de deudor y por el del acreedor.

El que ofende, el que daña, está obligado en conciencia a ofrecer disculpas, a expresar arrepentimiento, a convertirse. El que ha sido dañado u ofendido puede hacer dos cosas: o perdonar (aún sin que se le sea pedido esto) o vivir con amargura, con odio. Es cierto; perdonar significa decir “no” a la amargura, a la tristeza, al vínculo maligno, para vivir en la dicha. Jesús es inmensamente grande al expresar desde la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34) y también cuando decía: “pues lo mismo hará mi Padre si cada cual no perdona de corazón a su hermano” (Mt 18, 35); y también son hermosas y ciertas estas palabras: “hay más dicha en dar que en recibir” (Act 20, 35), debido a que el que da es poderoso; el que da es porque tiene, tiene el alma llena, abundante, sobrecargada, por eso da, por eso perdona. Del mismo modo, solo da perdón el que tiene amor: perdonar es mostrar misericordia (amor al que sufre).

Desatemos, dejemos ir, soltemos; apartemos de nosotros cualquier cosa que nos impida ser felices. Absolvamos continuamente cualquier ofensa; el ofensor es agresivo o imprudente porque no sabe lo que hace, porque es pobre, miserable, no seamos como él. Es hora de practicar aquellas virtudes de santos, de hombres grandes, de hombres valientes, extraordinarios: eso significa ser santos: ser extraordinarios: “si solo aman quienes los aman ¿qué hacen de extraordinario? Se pudiera decir: “si solo perdonan a los que los perdonan, ¿qué hacen de extraordinario?” El Señor nos quiere fuera de lo ordinario, los ordinarios ofenden, los ordinarios odian; los santos, los elegidos para la vida damos, amamos, ofrecemos, nos disculpamos y perdonamos, porque somos extraordinarios, somos hombres plus, somos de otro lado, nuestro reino no es de este mundo; estamos aquí, pero no somos de aquí, somos del infinito. Por eso practicamos el perdón, por eso absolvemos; porque somos grandes, porque somos ricos, porque tenemos amor. Y convertimos las cadenas del odio, del rencor, de la amargura, en abrazos.


Artículo escrito por el padre PAcco Magaña, sacerdote de la Guardia de Honor en SL, Mexico.