Blog del Sagrado Corazón de Jesús: La Guardia del Sepulcro
Pacco Magaña
Al otro día, el siguiente a la Preparación, los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron ante Pilato y le dijeron: “Señor, recordamos que ese impostor dijo cuando aún vivía: ‘A los tres días resucitaré’. Manda, pues, que quede asegurado el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos, lo roben y digan luego al pueblo: ‘Resucitó de entre los muertos’, y la última impostura sea peor que la primera”. Pilato les dijo: “Tienen una guardia. Vayan, asegúrenlo como saben”. Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia (Mt 27, 62-66).
Solamente san Mateo coloca este párrafo en su evangelio, los otros evangelistas callan o no le dan importancia o no supieron de este hecho, a saber, que los sacerdotes judíos solicitaron a Pilatos que pusiera una guardia frente al sepulcro para evitar, según ellos, que los discípulos de Jesús se llevaran el cuerpo para decir después que había resucitado.
Dicen que el león cree que todos son de su condición. Los sacerdotes sabían que Jesús había anunciado su resurrección al tercer día. Y pensaban que los discípulos podrían hacer trampa con esto; pero los impostores eran los sumos sacerdotes, que querían, a toda costa, evitar que el pueblo creyera en Jesús, el Mesías, el Cristo. Podemos observar en aquellos hombres varias actitudes, temor, falta de fe, pero sobre todo, perfidia.
Ellos tenían miedo de Jesús. Aún habiendo crucificado al nazareno ellos le temían. Sabían que él, de quien habían escuchado que hacía muchos prodigios, en efecto, podría volver de la muerte. O bien, temían que todo lo que se decía de Jesús no fuera cierto y se tratara solamente de dichos de sus seguidores para engrandecer su imagen y que ahora ellos, los discípulos, intentaran convencer a las multitudes que Jesús hubiera resucitado de entre los muertos. Ellos tenían miedo de Jesús. Por eso le dieron muerte; es cierto que Jesús dio la vida voluntariamente, que nadie se la puede quitar, pero un hecho es cierto, la muerte de Jesús también fue decidida por aquellos sacerdotes. Ellos tenían miedo de perder su prestigio, sus privilegios; ellos querían conservar su poder religioso sobre el pueblo de Israel, querían arrancar de la faz de la tierra a Jesús y a sus discípulos, vencer a Dios.
Ellos tenían falta de fe, quizá por eso también querían guardias en el sepulcro, para vigilar que aquel hombre, aun resucitando, no pudiera presumir ser Dios. Ellos no estaban preparados para Cristo. Ellos no servían a Dios, sino al Imperio romano; de hecho en tiempos de Jesús, el sumo sacerdote era una figura de poder, de gobierno, más que de servicio y culto sagrado. Los sumos sacerdotes no eran en realidad hombres de oración, ni de servicio sagrado. Eran personalidades más de orden político; servían de enlace al imperio romano para mantener relaciones de paz y de cierta estabilidad.
Los sacerdotes judíos que sentenciaron a muerte a Jesús no eran diferentes del rey Herodes el grande que, queriendo conservar sus privilegios reales y un reino, por lo menos en alguna región de la tierra santa, persiguió a Jesús en la tierna infancia, incluso antes de nacer, cuando los magos orientales llegaron a su palacio a preguntar en donde nacería en Mesías. Él, Herodes, todo preocupado, mandó asesinar a todos los niños menores de dos años, por si acaso lograba con eso dar muerte al supuesto rey que estaba por nacer. Él también actuó por miedo; miedo de perder su posición, de dejar de reinar, ser depuesto o desterrado llegado el momento del reinado de aquel Mesías anunciado por los profetas y buscado por los magos. Pero no solo el miedo llevó a Herodes ordenar aquel holocausto, sino también su corazón criminal, su alma sucia y pecadora.
Los sacerdotes judíos actuaron de manera criminal, con la ley de los hombres a su amparo, pero apartados de la Ley de Dios. Ellos no quisieron tener problemas con Pilatos, ni con Roma. Ellos lo dijeron anteriormente: “es mejor que muera solamente uno y no que toda la nación perezca”.
Y lograron darle muerte de cruz. Se salieron con la suya, pero ignoraban o no quisieron ver que aquel a quien habían condenado a muerte era inocente y además era el que quita el pecado del mundo. No lo vieron, ni lo aceptaron. O bien, ellos sabían perfectamente que aquel a quien sentenciaban a muerte, en efecto, era al Mesías de Dios y no estaban dispuestos a perder sus privilegios sagrados ante aquel Mesías divino.
Y pidieron a Pilatos que montara una guardia ante el sepulcro para evitar, según ellos, que los seguidores del Mesías robaran el cuerpo para anunciar luego que había resucitado. Pero en realidad es probable que solicitaran eso justamente para darle muerte nuevamente a Jesús una vez que resucitara, como había anunciado. Lo que no sabían era que la resurrección no se trata solamente de volver a vivir como cualquier hombre mortal, sino con un cuerpo glorioso e inmortal como lo enseñará más tarde san Pablo (Fil 3, 21).
Así que Pilatos les facilitó una guardia y ellos fueron a sellar el sepulcro. Los guardias vigilaron el sepulcro, pero eso no sirvió de nada, pues, lo que anunció Jesús, ocurrió puntualmente.
Es curioso que Mateo no vuelve a mencionar a estos vigilantes romanos. El día de la resurrección, cuando las mujeres llegan al lugar, para ungir a Jesús, no hay ninguna guardia, ni romana, ni judía. Solamente hay guardias celestiales. Jesús no está en el sepulcro. El lugar está vacío, sin Jesús, sin guardias, solo hay silencio y mujeres desconcertadas.
¿Qué pasó con los guardias romanos? ¿Ellos estuvieron en realidad desde el viernes hasta el domingo vigilando el sepulcro? ¿Se retiraron del lugar demasiado pronto al ver que no sucedía nada? ¿Huyeron del lugar cuando comenzó a ocurrir algo al interior del sepulcro y decidieron alejarse por temor a lo sobrenatural? Estas preguntas nunca tendrán respuesta. Sabemos que de la resurrección, del cómo fue, no hubo testigos. Nadie vio cómo ocurrieron esos hechos. Nadie puede narrarlo. Los evangelios describen la resurrección como un misterio totalmente incomprensible para la inteligencia humana. Solo contamos con el testimonio de quienes vieron a Jesucristo resucitado. Solo sabemos que al tercer día el sepulcro estaba vacío y que no había nadie allí. Sabemos que en el lugar en que había sido puesto Jesús solo hay ahora lienzos y paz y ángeles, y Magdalena llorando. Sabemos que los apóstoles, por lo menos dos de ellos, fueron corriendo al sepulcro a averiguar qué había pasado y que comprendieron, en su interior, que el cuerpo de su Señor no estaba ahí ni había sido robado, sino que su Señor, maestro y pastor había resucitado sin que ellos supieran cómo ocurrió. Sabemos que, si ni siquiera los apóstoles pudieron ser testigos del momento de la resurrección, mucho menos lo serían los soldados romanos impíos que hubieron custodiado la sepultura. Sabemos que, de la misma manera que Dios hizo el universo entero, pudo resucitar a su hijo Jesucristo con una sola palabra. Sabemos que Dios nos habla por medio de misterios, como con las parábolas de Jesús. La fe no se entiende. Es un regalo del cielo. Creemos en Jesucristo, en su resurrección, no porque lo comprendamos, sino porque confiamos, porque les creemos a los testigos que, si bien no supieron cómo fueron las cosas aquel domingo, sí lo vieron resucitado, y con un cuerpo glorioso, como en la trasfiguración, con una apariencia incomprensible, de tal manera que algunos lo veían sin reconocerlo físicamente, pero que lo veían con claridad al escucharlo y verlo partir el pan.
Creemos en la resurrección de los muertos. En esto esta nuestra esperanza. Deseamos ser resucitados por Jesucristo y participar de una vida que no acaba, en la presencia de Dios. Y, mientras esperamos, también estamos vigilantes, a la espera; estemos en guardia, pues no sabemos cuándo vendrá de nuevo para que lo veamos y nos alegremos.