• 21/11/2024

Blog del Sagrado Corazón de Jesús: Luz del mundo

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Blog del Sagrado Corazón de Jesús: Luz del mundo

 

Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: “Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?”, – que quiere decir – “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” Al oír esto algunos de los presentes decían: “Mira, llama a Elías”. Entonces uno fue corriendo a empapar una esponja en vinagre y, sujetándola a una caña, le ofrecía de beber, diciendo: “Dejen, vamos a ver si viene Elías a descolgarle”. Pero Jesús lanzando un fuerte grito, expiró (Mc 15, 33-37).

Los tres evangelios sinópticos coinciden en señalar que hubo oscuridad en toda la tierra desde la sexta hasta la nona. También indican que el velo del templo se rasgó en dos partes, por la mitad. San Juan solamente expresa que Jesús murió inclinando la cabeza.

Reflexionemos en estas palabras de los evangelios, en especial, por supuesto, en el de san Marcos, que es el texto que interpretamos ahora.

En ese momento la luz moría, pero aun era temprano, eran eso de las tres de la tarde. Pero la Palabra que se hizo carne estaba entregando el Espíritu a su Padre celestial. No habría más luz del mundo por unos días. La Luz se apagaba, o eso parecía.

Los tres evangelistas sinópticos dicen que la tierra se oscureció. Sin embargo, al parecer no existen datos acerca de este apagón universal en la historia antigua. Pero eso no significa que no haya ocurrido. El hecho era aun mayor. No se trataba solamente de que se oscureciera el cielo y todos los astros dejaran de brillar. Lo que hacía que todo estuviera poblado de tinieblas era el hecho innegable de que la Luz de este mundo estaba muriendo en la cruz.

San Juan no dice que el cielo se oscureció, ni que la tierra se llenó de sombras. Juan siempre enseñó que Jesús es la Luz del mundo: cuando le dio los ojos a un ciego, el mismo Jesús declara: “yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12), “el que me sigue no caminará en tinieblas” (9, 5). También lo dice al principio de su evangelio: “él es la luz verdadera” (Jn 1, 9).

Sí. En esa cruz la luz dejó de brillar. Pero hoy sabemos que solo fue por poco tiempo. Porque Jesús es la luz y esta no dejó de brillar. Hubo sombras para los hombres, pero la Luz del mundo que es Jesús fue a brillar al paraíso. Al tercer día esa luz resurgiría y con muchísima más fuerza que antes. Desprendido de la mortalidad, Jesús brillaría más fuerte. Mucho más cada vez. El resucitado llenaría las sombras del mundo con la luz de su gracia y con la luz de su Palabra.

En este monte de calaveras, en este monte oscuro las tinieblas eran densas, eran los pecados de los hombres. Todo era oscuridad porque ahí faltaba la luz de la fe.

Este momento mortal, oscuro y terrible no deja de llevar mis pensamientos a dos momentos grandiosos que ocurrieron antes: el nacimiento del salvador y la transfiguración. Qué diferencia tan grande entre estos dos episodios con lo que ahora ocurría. Veamos.

Leyendo el evangelio de san Lucas, nos llenamos de júbilo al saber que cuando Jesús nació todo era luz, todo era alegría, gozo, paz. Los ángeles bajan del cielo a anunciar a los pastores de Belén que ha nacido el salvador y entonan el himno magnífico de “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 8-20).

En el evangelio de san Mateo encontramos la bella historia de los magos del lejano oriente (Mt 2, 1-12) que van en busca de aquel niño y son guiados por una estrella resplandeciente, la cual ellos van siguiendo desde sus remotas tierras, pues saben o intuyen que aquella luz tan brillante los conducirá hasta el encuentro con un rey glorioso como no se ha visto jamás. La estrella los conduce hasta posarse en el lugar donde el niño está acunado por su madre; y después de contemplar a ese pequeño ser hermoso, ya no hay más estrella que los guíe de regreso. Ahora vuelven a sus tierras lejanísimas sin astro brillante, pero no les hace falta pues ellos han contemplado una luz aun más grande, más intensa y más hermosa: a Jesús, el hijo de María, el Hijo de Dios, que ha querido brillar para dar calor al mundo entero. No se vuelve a hablar más en las escrituras de aquellos enigmáticos hombres que dejaron a los pies de Jesús sus finos tesoros de oro, incienso y mirra; tesoros que vienen a parecer demasiado pobres cuando contemplamos en lo alto al crucificado en este terrible momento, pues éste que pende del madero es mucho más valioso que el oro, ya que es el rey de la gloria; este crucificado nos da la unción del Espíritu, que es más hermoso que la mirra y que además nos unge y nos consagra para la resurrección; este crucificado es ahora una víctima que se ofrece al Padre celestial como un aromático incienso que llena aquel monte y que es recibido en el templo cuyo velo se desgarra como una enorme puerta al cielo para dar paso al salvador del mundo.

Lucas, por su parte, acerca del nacimiento del Hijo de Dios, pone en boca de Zacarías estas hermosas palabras, que se refieren a Jesús: “nos visitará el sol que nace de lo alto, para dar luz a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, y para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1, 78).

Por otro lado, encontramos el pasaje de la transfiguración del Señor en los evangelios sinópticos, en los cuales vemos a Jesús totalmente iluminado, lleno de gloria y majestad. En aquel monte todo es luz, todo es belleza. Los apóstoles Pedro, Santiago y Juan están impresionados y fuera de sí. Estaban contemplando a Jesús totalmente diferente a como lo hubieran visto antes. Él estaba frente a frente con su Padre celestial y con el Espíritu Santo, incluso, su Padre celestial habló: “este es mi hijo amado, escúchenlo”. Ese monte fue testigo de la grandeza de Jesucristo. Ese monte se iluminó con los resplandores de lo alto. En ese momento aquel monte elevado de la transfiguración se convirtió en un pequeño pedazo del cielo (Mt 17, 1-13; Mc 9, 2-13; Lc 9, 28-36). Y en otro monte, el de las calaveras, al parecer todo eran tinieblas, sin embargo, no totalmente, pues ahí, en la cruz estaba el Ungido, la Luz del mundo; me resulta difícil saber cual momento es más luminoso, si el de la resurrección (que nadie jamás vio, solo se pudo ver a Jesús resucitado) o este, el de la muerte del Señor, porque en uno hay demasiada luz, el mismo Jesucristo que se ofrece al Padre celestial en sacrificio de gracia para el perdón de los pecados (esto es verdadera Luz). Todos contemplan al que está en la cruz, no se puede mirar a otro lado. La cruz es signo de luz verdadera. Todo en derredor es totalmente oscuro, pero la cruz seguramente es brillante. Y ¿para qué se necesita luz, cuando la luz del mundo está entrando en su gloria? ¿Para qué mirar a la tierra, si el que está muriendo en la cruz, en ese monte feroz, está entrando precisamente en ese mismo momento en la gloria del cielo, donde todo es luz, calor, hermosura y amor?

Queda por meditar en otros momentos luminosos, en aquellos eventos de salvación que recordamos en el santo Rosario todos los jueves: el bautismo del Señor en el Jordán, la auto revelación de Jesús en las bodas de Caná, el anuncio del reino de Dios y la invitación que nos hace Jesús a la conversión, y la institución de la Eucaristía y el sacerdocio.

Todo en Jesús es luz. Desde que nació entre los hombres y hasta el día de hoy el mundo está lleno de la luz del cielo, de la luz del mundo; Jesús murió en ese monte oscurísimo; solo brillaba él ahí, pero al tercer día resucitará, porque la luz del mundo no muere para siempre; más tarde Jesús enviará a los apóstoles a llevar su luz a todas las naciones, para que a nadie falte la luz de la salvación. Jesús murió en la cruz, pero cuando el velo del templo se rasgó, entró al cielo, su casa, la casa de la Luz, que brilla para siempre.

 

Artículo escrito por el padre PAcco Magaña para el blog del Sagrado Corazón de Jesús. 
El Padre Pacco es sacerdote de la Guardia de Honor en SL, Mexico.