Blog del Sagrado Corazón de Jesús: Vino nuevo, odres nuevos
Nadie pone remiendo de paño nuevo en vestido viejo; de otra manera, el mismo remiendo nuevo tira de lo viejo, y se hace peor la rotura. Y nadie echa vino nuevo en odres viejos; de otra manera, el vino nuevo rompe los odres, y el vino se derrama, y los odres se pierden; pero el vino nuevo en odres nuevos se ha de echar (Mc 2, 21-22).
A vino nuevo odres nuevos. Esto es lo que dijo Jesús a los fariseos cuando le preguntaron acerca del ayuno. Jesús quiere ser ese vino de la fe. Vino nuevo que si se echa en odres viejos rompe los odres y derrama el vino. Vino nuevo para odres nuevos. Lo que en realidad él está expresando es que no puede recibirse el reino de Dios con ideas preconcebidas, con una religiosidad añeja. Efectivamente, las costumbres de los antepasados eran aquello que no permitía a los fariseos y a muchos judíos descubrir en Jesús al Mesías. Querían someter el evangelio a sus ideas acerca de la religión, ideas tan invariables y cargadas de preceptos humanos que, al final, dejaban vacío el corazón. Su religión tradicional estaba saturada de prácticas, pero vacía de fe. Eran ciertamente vino viejo, sabroso para los antiguos. Pero Jesús traía consigo vino nuevo: la novedad del evangelio; lo novedoso de Dios que se revelaba absolutamente, no ya por medio de profetas o de mensajeros, no ya por tablas de la ley, sino mediante una comunicación verdaderamente personal: él mismo bajaba a darse a conocer.
Sin embargo, los judíos tradicionales habían encontrado la manera de vivir su religiosidad cómodamente. Los pecados se perdonaban con sacrificios, la impureza con abluciones y, el centro de la religiosidad era “su” Pascua, esa celebración a veces hueca y romántica que les recordaba la liberación que Dios obró en sus antepasados, sacándolos de la esclavitud. Celebraban la liberación, pero olvidaban algo más importante: la Alianza. Y Jesús traía consigo una nueva Pascua.
Aquellos hombres se olvidaron de que los mandamientos de aquellas tablas eran el amor de Dios hecho presente en medio del pueblo. Y no las obedecían; se suponía que esas leyes debían ser signo de que este pueblo tenía un Dios habitando con ellos; se suponía que esas tablas eran la verdadera alianza con un Dios que detesta la trampa; tenían presente aquello de “no levantarás falso testimonio”, pero seguían mintiendo, y la mentira más grave fue aquella de mentirse a sí mismos cambiando la Alianza por una religión, por un cúmulo de ejercicios a veces sin sentido, y enseñando estas cosas en las sinagogas; quizá por eso cuando Jesús visitaba cualquier pueblo prefería enseñar en esos lugares, donde se acostumbraba adiestrar a los fieles judíos en la religión monoteísta del verdadero Dios poderoso. Sus prácticas tradicionales eran un vino viejo que los tenía embriagados y que nublaba su corazón, embotaba su mente y trastornaba su voluntad.
Y Jesús traía consigo no un vino nuevo, sino que él mismo se presentaba como ese nuevo vino, esa buena nueva, esa voluntad de Dios de no desamparar a su pueblo y de llegar a ser conocido por el mundo entero. Pero era difícil que este vino nuevo fuera recibido por aquellos odres viejos que eran los habitantes de Israel. Seguramente por eso comenzó su predicación con estas palabras: “arrepiéntanse y crean en el evangelio” (Mc 1, 14s); lo cual podríamos traducir así: crean en mí, acepten el vino nuevo.
Efectivamente, esa sentencia: “conviértanse”, puede significar: cambien, sean odres nuevos; si no lo hacen, no podrán recibir en plenitud este nuevo vino, esta nueva y verdadera manera de creer y de vivir la fe. Recordemos a algunos de los muchos que creyeron en estas palabras de Jesús y que recibieron el ciento por uno de su apuesta de fe: aquel capitán; él no era judío, él solamente tenía una necesidad, y por esa causa se acercó a suplicar a Jesús que sanara a su sirviente enfermo; aquel hombre, como premio a su fe, se llevó la dicha de ver a su enfermo totalmente restablecido (Mc 5, 21-43). Recuerdo a unas amigas de Jesús, que eran de Betania: Marta y María, que gracias a que creyeron en él tuvieron la felicidad de ver a su hermano Lázaro resucitado (Jn 11 1-45). Recuerdo con inmensa alegría a aquella samaritana con la que Jesús charló en el pozo de Jacob alguna vez que sus discípulos fueron de compras; aquella mujer al escuchar a Jesús, supo aceptar que él es el Mesías y lo fue a anunciar a sus coterráneos; ella creyó y le pidió a Jesús: “dame siempre de esa agua” (Jn 4, 7-29), es decir: dame siempre de este vino nuevo de la fe. Recordemos, nada menos, a Mateo, a quien llamó de su puesto de cobrador de impuestos para que estuviera con él y le siguiera a donde quiera que fuese, y él dejó todo para seguirlo (Mc 2, 13-17).
Todos estos personajes y otros más, expresan esa condición que se necesita para que el vino nuevo sea echado en odres nuevos. Cómo recuerdo lleno de pesar aquellas lamentaciones que leemos en el evangelio de san Mateo, cuando Jesús envía a sus discípulos de dos en dos a predicar la buena nueva del reino, cómo en un momento se dirigió a las ciudades de Corozaín, Betsaida y Cafarnaúm (Mt 11, 20-24), lamentándose por ellas, porque no quisieron convertirse, es decir, no quisieron ser odres nuevos, que dieran la bienvenida a ese vino nuevo del reino, al buen sabor del evangelio.
A vino nuevo odres nuevos significa que no se puede recibir el reino de Dios sin renunciar a las antigüedades que se vienen arrastrando y que impiden ver con absoluta claridad que una nueva etapa de la historia está comenzando; como decía el profeta Isaías: “Miren, voy a hacer algo nuevo, ya está brotando en las plazas, ¿no lo notan? Trazaré un camino en el desierto, senderos en la estepa” (Isaías 43,19).
Imagino a Jesús, (al leer el evangelio de san Lucas) cuando se les une en el camino a los discípulos de Emaús y les empieza a explicar las Escrituras, lo imagino diciéndoles: cómo son duros de corazón (Lc 24, 13-27), esto ya estaba escrito, ¿qué no recuerdan que el Señor iba a hacer nuevas todas las cosas? Pues estas nuevas cosas son las que sucedieron estos días en Jerusalén. Abran los ojos. Miren la novedad, dejen de ser odres viejos, abran su corazón a esto que es nuevo, bello, vivo y dulce.
Algo parecido decía san Pablo a los colosenses, despójense del viejo yo, revístanse del hombre nuevo (Col 3, 1-11).
El evangelio, amigos, es novedad. Si no estamos dispuestos a cambiar de valores, si no dejamos que el mismo evangelio penetre en nosotros con esa gran fuerza que renueva, entonces no hemos creído como Jesús lo está esperando. Nosotros también, en nuestro siglo, hemos cargado y acuñado cosas que se van envejeciendo, que nos hacen envejecer el corazón y el alma. Hay que renovar la fe. El Concilio Vaticano II está lleno de esta palabra: renovación: en cuanto a estructuras, en cuanto a esperanzas, en cuanto a evangelización. Es cierto que como Iglesia hemos avanzado, pero, para no correr el riesgo de envejecer, hagamos caso al grito de Jesús en el desierto: conviértanse y crean en el evangelio, o bien, hagamos que en nuestro corazón resuene con gran potencia esta enseñanza: a vino nuevo odres nuevos. Que el corazón de Jesús renueve en nosotros, en cada uno y en todos, este odre que somos, para recibir y dar el vino nuevo que alegra al mundo: el evangelio del amor de Cristo.
Artículo escrito por el Padre Pacco Magaña. (Asesor Diocesano de la Archicofradía de la Guardia de Honor del Sagrado Corazón de Jesús. SLP)
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