Juan 12, 44-50:
44 Jesús gritó diciendo: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. 45 Y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. 46 Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas. 47 Al que oiga mis palabras y no las cumpla, yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. 48 El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, esa lo juzgará en el último día. 49Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. 50 Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo, lo hablo como me ha encargado el Padre».
Comentario del evangelio de San Juan por Clemente de Alejandría:
«El que me rechaza queda en las tinieblas» (cf. Jn 12, 46-47)
Acojamos la luz y hagámonos discípulos del Señor
La norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. Recibe a Cristo, recibe la facultad de ver, recibe la luz, para que conozcas a fondo a Dios y al hombre. El Verbo, por el que hemos sido iluminados, es más precioso que el oro, más que el oro fino; más dulce que la miel de un panal que destila. Y ¿cómo no va a ser deseable el que ha iluminado la mente envuelta en tinieblas y ha agudizado los ojos del alma portadores de luz?
Lo mismo que sin el sol, los demás astros dejarían al mundo sumido en la noche, así también, si no hubiésemos conocido al Verbo y no hubiéramos sido iluminados por él, en nada nos diferenciaríamos de los volátiles, que son engordados en la oscuridad y destinados a la matanza. Acojamos, pues, la luz, para poder dar acogida también a Dios. Acojamos la luz y hagámonos discípulos del Señor. Pues él ha hecho esta promesa al Padre: Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Alábalo, por favor, y cuéntame la fama de tu Padre. Tus palabras me traen la salud. Tu cántico me instruirá. Hasta el presente he andado a la deriva en mi búsqueda de Dios; pero si eres tú, Señor, el que me iluminas y por tu medio encuentro a Dios y gracias a ti recibo al Padre, me convierto en tu coheredero, pues no te avergüenzas de llamarme hermano tuyo.
Pongamos, pues, fin, pongamos fin al olvido de la verdad; despojémonos de la ignorancia y de la oscuridad que, cual nube, ofuscan nuestros ojos, y contemplemos al que es realmente Dios, después de haber previamente hecho subir hasta él esta exclamación: «Salve, oh luz». Una luz del cielo ha brillado ante nosotros, que antes vivíamos como encerrados y sepultados en la tiniebla y sombra de muerte; una luz más clara que el sol y más agradable que la misma vida. Esta luz es la vida eterna y los que de ella participan tienen vida abundante. La noche huye ante esta luz y, como escondiéndose medrosa, cede ante el día del Señor. Esta luz ilumina el universo entero y nada ni nadie puede apagarla; el occidente tenebroso cree en esta luz que llega de oriente.
Es esto lo que nos trae y revela la nueva creación: el Sol de justicia se levanta ahora sobre el universo entero, ilumina por igual a todo el género humano, haciendo que el rocío de la verdad descienda sobre todos, imitando con ello a su Padre, que hace salir el sol sobre todos los hombres. Este Sol de justicia traslada el tenebroso occidente llevándolo a la claridad del oriente, clava a la muerte en la cruz y la convierte en vida; arrancando al hombre de la corrupción lo encumbra hasta el cielo; él cambia la corrupción en incorrupción, y transforma la tierra en cielo, él el labrador de Dios, portador de signos favorables, que incita a los pueblos al bien y les recuerda las normas para vivir según la verdad; él nos ha gratificado con una herencia realmente magnífica, divina, inamisible; él diviniza al hombre mediante una doctrina celestial, metiendo su ley en su pecho y escribiéndola en su corazón. ¿De qué leyes se trata?, porque todos conocerán a Dios, desde el pequeño al grande; les seré propicio —dice Dios—, y no recordaré sus pecados.
Recibamos las leyes de vida; obedezcamos la exhortación de Dios. Aprendamos a conocerle, para que nos sea propicio. Ofrezcámosle, aunque no lo necesita, el salario de nuestro reconocimiento, de nuestra docilidad, cual si se tratara del alquiler debido a Dios por nuestra morada aquí en la tierra.
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