Por Raniero Cantalamessa, OFMCap
¿Qué nos dice hoy a nosotros la experiencia de Francisco? ¿Qué podemos imitar de él, todos y enseguida, tanto aquellos a quienes Dios llama a reformar la iglesia por la vía de la santidad, como aquellos que se sienten llamados a renovarla por la vía de la crítica, como aquellos otros a quienes Él mismo llama a reformarla por la vía del oficio que desempeñan? Lo mismo que dio comienzo a la aventura espiritual de Francisco: su conversión del yo a Dios, la renuncia a sí mismo. Así es como nacen los verdaderos reformadores, los que cambian de verdad algo en la Iglesia. Los que han muerto a sí mismos. Mejor, los que deciden en serio morir a sí mismos, porque se trata de una empresa que dura toda la vida y hasta más allá, si, como decía bromeando santa Teresa de Ávila, nuestro amor propio muere veinte minutos después que nosotros.
Decía un santo monje ortodoxo, Silvano del Monte Athos: «Para ser verdaderamente libres, hay que empezar por atarse a sí mismos». Los hombres como estos son libres con la libertad del Espíritu; nada los detiene y nada les asusta. Se vuelven reformadores por la vía de la santidad, y no sólo por la vía del oficio que desempeñan.
¿Mas qué significa la propuesta de Jesús de negarse a sí mismo? ¿Se pude proponer todavía a un mundo que habla sólo de autorrealización, autoafirmación? El negarse no es nunca un fin en sí mismo, ni un ideal en sí. Lo más importante es lo positivo: Si alguno quiere venir en pos de mí; es seguir a Cristo, poseer a Cristo. Decir no a sí mismo es el medio; decir sí a Cristo es el fin. Pablo lo presenta como una especie de ley del espíritu: «Si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis» (Rom 8,13). Esto, como se ve, es un morir para vivir; es lo opuesto a la visión filosófica según la cual la vida humana es «un vivir para morir» (Heidegger).
Se trata de saber si queremos vivir «para nosotros mismos» o «para el Señor» (cf. 2 Cor 5,15; Rom 14,7-8). Vivir «para uno mismo» significa vivir para la propia comodidad, la propia gloria, el propio progreso; vivir «para el Señor» significa poner siempre en primer lugar, en nuestras intenciones, la gloria de Cristo, los intereses del Reino y de la Iglesia. Cada «no», pequeño o grande, dicho a uno mismo por amor, es un «sí» dicho a Cristo.
No se trata de saberlo todo sobre la abnegación cristiana, su belleza y necesidad; se trata de pasar a la acción, de practicarla. Un gran maestro de espíritu de la antigüedad decía: «Es posible quebrar diez veces la propia voluntad en un tiempo brevísimo; y os digo cómo. Uno está paseando y ve algo; su pensamiento le dice: «Mira allí», pero él responde a su pensamiento: «No, no miro», y así quiebra su propia voluntad. Después se encuentra con otros que están hablando mal de alguien, tal vez del superior, y su pensamiento le dice: «Di también tú lo que sabes», y quiebra su voluntad callando».[4]
Este Padre antiguo trae ejemplos tomados de la vida monástica. Pero se pueden actualizar y adaptar fácilmente a la vida de cada uno, clérigos y laicos. Encuentras, si no a un leproso como Francisco, a un pobre que sabes que te pedirá algo; tu hombre viejo te empuja a pasar al lado opuesto de la calle, y tú en cambio te violentas y vas a su encuentro, quizás regalándole sólo un saludo y una sonrisa, si no puedes otra cosa. Tienes la oportunidad de una ganancia ilícita: dices que no y te has negado a ti mismo. Has sido contradicho en una idea tuya; irritado, quisieras argumentar enérgicamente, pero callas y esperas: has quebrado tu yo. Crees haber recibido un agravio, un trato o un destino no adecuado a tus méritos: quisieras hacerlo notar a todos, encerrándote en un silencio de tácito reproche. Dices que no, rompes el silencio, sonríes y retomas el diálogo. Te has negado a ti mismo y has salvado la caridad. Y así sucesivamente.
Un signo de que se está en el buen camino en la lucha contra el propio yo, es la capacidad o al menos el esfuerzo de alegrarse por el bien hecho por otro o la promoción recibida por otro, como si se tratara de uno mismo:
«Bienaventurado aquel siervo -escribe Francisco en una de sus Admoniciones- que no se exalta más del bien que el Señor dice y obra por medio de él, que del que dice y obra por medio de otro» (Adm 17,1).
Es una meta difícil (quien les habla está lejos de haberla alcanzado), pero el caso de Francisco nos ha mostrado lo que puede nacer de un negarse a sí mismo hecho en respuesta a la gracia. El premio es la alegría de poder decir con Pablo y con Francisco: «Ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Y será el inicio de la alegría y la paz ya en esta tierra. Francisco con su «perfecta alegría» es el ejemplo vivo de la «alegría que viene del Evangelio», el Evangelii Gaudium.
De parte de Francisco y de mi parte, ¡Paz y Bien a todos!
Raniero Cantalamessa, OFMCap
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