El combate cristiano según San Agustín de Hipona:
Para vencer al diablo y al mundo hay que someter el cuerpo
El mismo Apóstol nos enseña cuando dice: No peleo como quien azota el aire, sino que castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no sea que, mientras predico a otros, yo sea encontrado réprobo. Y también dice: Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo. Por lo que hemos de entender que el Apóstol triunfó, en sí mismo, de los poderes de este mundo, como lo había dicho el Señor, cuyo imitador se declara. Imitémosle, pues, nosotros, como él nos exhorta, y castiguemos nuestro cuerpo y reduzcámoslo a servidumbre si queremos vencer al mundo. Pues el mundo puede dominarnos con sus placeres ilícitos, con sus pompas y curiosidad malsana. Puesto que los placeres perniciosos de este mundo esclavizan a los amantes de las cosas temporales, y les obligan a servir al diablo y a sus ángeles. Pero si hemos renunciado a todas esas cosas, reduzcamos a servidumbre a nuestro propio cuerpo.
Para someter nuestro cuerpo debemos someternos a Dios,
a quien todo sirve quiera o no
Pero quizá alguien pregunte cómo hacer para reducir nuestro cuerpo a servidumbre. Esto puede fácilmente entenderse y realizarse si primero nosotros nos sometemos a Dios con buena voluntad y sincera caridad. Verdad es que toda criatura, quiera o no, está sometida a su único Dios y Señor. Pero se nos amonesta que sirvamos al Señor nuestro Dios con plena voluntad. Porque el justo sirve libremente, el injusto forzosamente, pero todos sirven a la divina Providencia. Unos obedecen como hijos y hacen así lo que es bueno, otros trabajan encadenados, como esclavos, y se hace con ellos lo que es justo. Así, el Dios omnipotente, Señor de la creación entera, que, como está escrito, hizo todas las cosas muy buenas, las ordenó de tal modo que hacen el bien por las buenas o por las malas. En efecto, lo que se hace con justicia, bien se hace. Con justicia son bienaventurados los buenos y justamente padecen suplicio los malos. Dios hace el bien a los buenos y a los malos porque todo lo hace con justicia. Buenos son los que con toda su voluntad sirven a Dios, y malos los que sirven por necesidad, pero nadie se sustrae a la ley del Omnipotente. Con todo, una cosa es hacer lo que la ley ordena y otra padecer lo que la ley impone. Por eso, los buenos actúan según las leyes, y los malos padecen según las leyes.
No nos impresione el que los justos toleren muchos sufrimientos graves y ásperos en esta vida que llevan en su carne mortal. Pues ningún mal padecen los que pueden decir lo que pregona y alaba aquel varón espiritual que fue el Apóstol, cuando dice: Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce la paciencia, la paciencia la prueba, la prueba la esperanza, y la esperanza no queda defraudada, porque la caridad de Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Luego, en esta vida, donde hay tantas tormentas, los hombres justos y buenos no solo pueden tolerarlas con ánimo tranquilo cuando las sufren, sino que también pueden gloriarse en la caridad de Dios. Pues ¿qué hemos de pensar de aquella vida que se nos promete, en la que no hemos de sentir molestia alguna en el cuerpo? Para diferente destino resucitará el cuerpo de los justos y el cuerpo de los impíos, como está escrito: todos resucitaremos, pero no todos seremos transformados. Y para que nadie piense que esta transformación no se promete a los justos, sino, más bien, a los injustos estimando que ese cambio es para castigo, continúa diciendo: y los muertos resucitarán incorruptos y seremos transformados. Todos los malos que hay han sido ordenados así: cada uno es dañino para sí, y todos son dañinos para todos. Apetecen lo que no puede amarse sin la propia ruina y lo que fácilmente se les puede quitar, y así se lo quitan unos a otros cuando se persiguen mutuamente. Y, porque aman los bienes temporales, sufren aquellos a los que se les quitan, pero los que se los arrebatan se regocijan. Esa alegría es ceguera y suma miseria, ya que esclaviza al alma y la arrastra a mayores tormentos. Pues también se regocija el pez cuando, sin ver el anzuelo, se lanza a la carnaza, pero cuando el pescador comienza a tirar de él, primero siente el tormento en sus entrañas, y, luego, pasa del regocijo a la muerte con el mismo cebo que le entusiasmó. Así, todos los que se sienten felices con los bienes temporales, se han tragado el anzuelo y con él viven la zozobra, pero vendrá un tiempo en que sentirán los graves tormentos que, con tanta avidez, han devorado. Y, por eso, en nada se daña a los buenos cuando les quitan lo que no aman, ya que aquello que aman y por lo que son felices, nadie se lo puede quitar. Pues los dolores corporales afligen míseramente a las almas malas, mientras purifican con reciedumbre a las buenas. Así acontece que el hombre malo y el ángel malo luchan a favor de la Providencia divina, aunque no saben el bien que Dios realiza por medio de ellos. Por tanto, no se les pagará con el mérito del servicio, sino con el salario de la malicia.
Fuente del artículo: Agustinus.it
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