«El escándalo de la Cruz, sabiduría del cristiano».
Por Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
En la experiencia personal de San Pablo hay un dato incontrovertible: mientras al principio había sido un perseguidor y había utilizado la violencia contra los cristianos, desde el momento de su conversión en el Camino de Damasco, se había pasado a la parte de Cristo crucificado, haciendo de Él la razón de su vida y el motivo de su predicación. La suya fue una existencia enteramente consumida por las almas (2 Cor 12, 15), para nada tranquila y resguardada de insidias y dificultades. En el encuentro con Jesús se había aclarado el significado central de la Cruz: había comprendido que Jesús había muerto y resucitado por todos y por él mismo. Ambas cosas eran importantes; la universalidad: Jesús había muerto realmente por todos, y la subjetividad: Él ha muerto también por mí. En la Cruz, por tanto, se había manifestado el amor gratuito y misericordioso de Dios. Este amor Pablo lo experimentó ante todo en sí mismo (Gal 2,20) y de pecador se convirtió en creyente. de perseguidor en apóstol. Día tras día, en su nueva vida, experimentaba que la salvación era «gracia», que todo descendía del amor de Cristo y no de sus méritos, que por otro lado no existían. «El evangelio de la gracia» se convirtió así en la única forma de entender la Cruz, el criterio no sólo de su nueva existencia, sino también la respuesta de sus interlocutores. Entre éstos estaban, ante todo, los judíos que ponían su esperanza en las obras y esperaban de estas la salvación; estaban también los griegos, que oponían su sabiduría humana a la cruz; finalmente, había ciertos grupos heréticos, que se habían formado su propia idea del cristianismo según su propio modelo de vida. Para San Pablo la Cruz tiene un primado fundamental en la historia de la humanidad; porque decir Cruz quiere decir salvación como gracia dada a toda criatura. El tema de la Cruz de Cristo se convierte en un elemento esencial y primario de la predicación del Apóstol: el ejemplo más claro tiene que ver con la comunidad de Corinto. Frente a la Iglesia donde estaban presentes de forma preocupante desórdenes y escándalos, donde la comunión estaba amenazada por partidos y divisiones internas que comprometían la unidad del Cuerpo de Cristo, Pablo se presenta no con sublimidad de palabras o de sabiduría, sino con el anuncio de Cristo, de Cristo crucificado. Su fuerza no es el lenguaje persuasivo sino, paradójicamente, la debilidad y el temblor de quien se confía sólo al «poder de Dios» (Cor 2, 1-4). La Cruz, por todo lo que representa y también por el mensaje teológico que contiene, es escándalo y necedad. Lo afirma el Apóstol con una fuerza impresionante, que es mejor escuchar de sus mismas palabras: «La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan -nosotros- es fuerza de Dios… quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (1 Cor 1, 18-23)».
Las primeras comunidades cristianas, a las cuales Pablo se dirige, saben muy bien que Jesús ahora está resucitado y vivo; el Apóstol quiere recordar no sólo a los Corintios y a los Gálatas, sino a todos nosotros, que el Resucitado es siempre Aquel que ha sido crucificado. El «escándalo» y la «necedad» de la Cruz están precisamente en el hecho que ahí donde parece haber sólo fracaso, dolor, derrota, precisamente allí está todo el poder del Amor ilimitado de Dios, porque la Cruz es expresión de amor y el amor es el verdadero poder que revela precisamente en esta aparente debilidad.
Benedicto XVI
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Imagen: Cuadro del pintor español Salvador Dalí realizado en 1951.