)En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo.
Mt 6,7-15
»Vosotros, pues, orad así: ‘Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan cotidiano dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal’. Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas».
Comentario del evangelio del día por San Agustín de Hipona:
San Agustín nos comenta el Padre Nuestro:
Así como es propio de los hipócritas manifestarse para que los vean en la oración, cuyo fin no es otro que agradar a los hombres, así también los gentiles (esto es, los paganos) creen que cuando hablan mucho podrán ser oídos. Y por esto añade: “Y cuando oréis no habléis mucho”.
Y en verdad toda conversación larga proviene de los gentiles, que cuidan más bien de ejercitar la lengua que de cambiar de vida cambiando de modo de pensar, y esta clase de preocupación intentan llevarla hasta a la oración.
Si es verdad que la multitud de palabras no tiene otro motivo que la ignorancia de aquel a quien se habla, ¿qué necesidad hay de esto con relación al que conoce todas las cosas? Por lo que añade: “Sabe vuestro Padre lo que habéis menester, antes que lo pidáis”.
Y en verdad que no debemos hacer nada con las palabras en presencia de Dios para alcanzar lo que nos proponemos, sino con las cosas que hacemos con buen fin, recta intención, puro amor y sencillo afecto.
Pero debe muchas veces buscarse si es más conveniente orar con las acciones o con las palabras. Es así que la oración siempre es necesaria, aun cuando Dios ya conoce lo que necesitamos, porque el mismo fin de la oración tranquiliza y purifica nuestra alma, nos hace más capaces de recibir los divinos beneficios que muchas veces se nos conceden de una manera espiritual. No nos oye el Señor por las muchas oraciones, aun cuando siempre está preparado a dispensarnos sus luces, pero nosotros no siempre estamos preparados para recibirlas, cuando nos inclinamos a otras cosas. En la oración se verifica la conversión del alma hacia Dios y la purificación del ojo interior. Puesto que se excluyen de él las cosas temporales que se deseaban, a fin de que la fuerza de un corazón puro pueda soportar una luz pura y permanecer en ella con el mismo gozo que se disfruta en la eterna vida. Como en toda petición se debe empezar por ganarse la benevolencia de aquel a quien rogamos, y después debe decirse lo que pedimos. La benevolencia suele conciliarse por medio de la alabanza de aquel a quien se dirige la oración, y se acostumbra a ponerla en el principio, en el cual Nuestro Señor no nos mandó decir nada más que: “Padre nuestro que estás en los cielos”. Se han dicho muchas cosas en alabanza del Señor, pero no se encuentra precepto alguno dado al pueblo de Israel para que dijese: “Padre nuestro”, sino que siempre se les habló del Señor, manifestándoles que Dios era para ellos como un Señor a sus siervos y como un padre para sus hijos. Pero hablando del pueblo cristiano, dice el Apóstol que recibió el espíritu de adopción, según el cual clamamos: “¡Abba!” (Padre) (Rom 8,15), lo cual no es propio de nuestros méritos sino de la gracia que nos hace decir en la oración “Padre”. Con ese nombre se enciende la caridad en nuestras almas (porque, ¿qué cosa más amable para los hijos que un padre?), con un sentimiento de afectuosa inspiración y una cierta confianza en la súplica, cuando decimos a Dios: “Padre nuestro”. ¿Qué no dará a los hijos que le piden, cuando les ha concedido antes el que puedan ser hijos suyos? En fin, ¿con qué cuidado no mueve el alma, para que el que diga: “Padre nuestro”, no sea indigno de tan gran Padre? También se advierte a los ricos con esto, y a los que son de noble linaje, que cuando se hagan cristianos no se llenen de soberbia contra los pobres y contra los desgraciados, puesto que, lo mismo que ellos, dicen al señor: “Padre nuestro”, lo cual no pueden decir piadosa y verdaderamente si no los reconocen como hermanos.
Se dice también, que está en los cielos, esto es, entre los santos y entre los justos, porque Dios no se contiene en el espacio limitado. Se entienden por cielos las partes más excelentes de la naturaleza visible, y si creyéramos que Dios los habita, diríamos que las aves morarían más cerca de El que los hombres y tendrían más mérito. No está escrito: Dios está cerca de los hombres más elevados o de aquellos que habitan en la cumbre de los montes, sino de los contritos de corazón (Sal 33,19). Mas así como el pecador se llama tierra, a quien se le ha dicho: “Eres tierra e irás a la tierra”, así, por el contrario, se puede llamar cielo al justo (Gén 3,19).
Con toda propiedad se dice: “Que estás en los cielos”, esto es, que estás con los santos. Porque tanta distancia hay, espiritualmente hablando, entre los justos y los pecadores, cuanta hay corporalmente entre el cielo y la tierra. Para significar esto, cuando oramos nos volvemos hacia el oriente, de donde parece que empieza el cielo. No como si Dios estuviese allí, abandonando las demás partes del mundo, sino para que el alma se incline a tomar afecto a una naturaleza más elevada (esto es, a Dios), mientras el cuerpo del hombre (que es de tierra) se convierte en un cuerpo más excelente (esto es, en un cuerpo celestial). Es muy conveniente que cada uno sienta a Dios con sus facultades, ya de niños, ya de adultos, y por lo tanto, a los que todavía no puedan comprender las cosas incorpóreas, puede tolerarse la opinión de que Dios está más bien en los cielos que en la tierra.
Ya se ha dicho quién es Aquel a quien se pide y dónde habita. Ahora vamos a ver las cosas que deben pedirse. Lo primero que se pide es esto: “Santificado sea el tu nombre”. No se pide así porque el nombre de Dios no sea santo, sino para que sea tenido como santo por los hombres. Esto es, que así se dé Dios a conocer, que no se crea que haya otro más santo.
Eso no quiere decir que Dios no reine en la tierra, porque siempre ha reinado sobre ella. La palabra venga quiere significar que se manifieste a los hombres. A ninguno le será lícito desconocer el reino de Dios, siendo así que su Unigénito, no sólo de una manera inteligible o espiritual sino también de una manera visible, habrá de juzgar a los vivos y a los muertos el día de juicio, que según nos enseña el Señor habrá de tener lugar cuando el Evangelio se haya predicado a todas las gentes. Esta súplica se refiere a la santificación del nombre de Dios.
En aquel reino de la bienaventuranza, se perfeccionará la vida feliz en los santos, como ahora sucede con los ángeles que están en los cielos. Y por lo tanto, después de aquella petición en la que decimos: “Venga a nos el tu reino”, se sigue: “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”. O sea, así como en los ángeles que están en el cielo se hace tu voluntad para que gocen de Ti, no viniendo error alguno a oscurecer su inteligencia, ni penalidad ninguna a impedir su felicidad, hágase tu voluntad en tus santos que están en la tierra, y han sido hechos de tierra (en cuanto al cuerpo). “Hágase tu voluntad”, se entiende también diciendo que deseamos que los preceptos de Dios se cumplan, así en el cielo como en la tierra, esto es, así por los ángeles como por los hombres: no porque ellos determinan la voluntad de Dios, sino porque hacen lo que El quiere, esto es, obran según su voluntad.
O bien: “Así como en el cielo, en la tierra”, esto es, así como en los justos, también en los pecadores, como si dijese: “Así como hacen tu voluntad los justos, háganla también los pecadores, para que se conviertan a Ti”. O de otro modo, para que pueda darse a cada uno lo suyo, como sucederá en el juicio final. También podemos conocer que por cielo y tierra se entienden el espíritu y la carne, y por lo que dice el Apóstol: “Con la mente sirvo a la ley de Dios, y con la carne a la ley del pecado” (Rom 7,25), debemos comprender que la voluntad de Dios también se hace con el espíritu. Así sucede en aquella transformación que se promete a los justos. Hágase la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo, esto es, así como el espíritu no resiste a Dios, así el cuerpo no resista al espíritu. O de otro modo: “Así en la tierra como en el cielo”, esto es, así en la Iglesia como en Jesucristo, en la Esposa del Hijo de Dios como en Este, que cumplió la voluntad del Padre. Se toman oportunamente el cielo y la tierra como un hombre y una mujer, puesto que la tierra fructifica cuando es fecundada por el cielo.
Pero contra esta doctrina cuestionan todavía aquéllos que en las iglesias orientales no comulgan todos los días. Los que defienden su parecer acerca de esto, saben que lo hacen sin escándalo, apoyados en la autoridad eclesiástica, puesto que no se les prohíbe el que lo hagan por aquellos que gobiernan las iglesias. Pero aunque nada discutamos acerca de esto en particular, debe ciertamente ocurrírseles que nosotros hemos aprendido del Señor la manera de orar, la que no nos conviene traspasar. ¿Quién se atreverá a decir que nosotros sólo debemos rezar una sola vez la oración dominical, o si la habremos de decir dos o tres veces, hasta aquella hora solamente en que recibamos el cuerpo de Jesucristo? ¿No podremos decir después: “Danos hoy lo que ya hemos recibido”, o podrá alguno obligarnos a que celebremos aquel sacramento en la última hora del día?
O que recibamos el pan cotidiano y espiritual, esto es, los preceptos divinos, que todos los días conviene meditar y ejecutar.
Puede que alguno se admire porque rogamos para alcanzar las cosas que son necesarias para la vida, como son la comida y el vestido, siendo así que dice al Señor: “No queráis andar solícitos acerca de lo que hayáis de comer o de vestir” (Mt 6,25), cuando no puede menos de andar solícito el que desea alcanzar aquella cosa por cuya adquisición ruega.
Esto no se dice del dinero, sino de todas las ofensas que se nos hacen, y por esto también del dinero, pues nos ofende aquel deudor nuestro que pudiendo pagar el dinero que nos es en deber, no lo hace, y si no perdonamos esa ofensa, no podremos decir: “Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores”.
Algunos códices tienen escrito: “Y no nos lleves a la tentación”, lo cual creo que equivale, porque una y otra cosa han sido tomadas del griego, y muchos, interpretándolo, dicen así: “No permitas que seamos llevados a la tentación”, explicando cómo debe entenderse la palabra dejes. Dios no induce por sí mismo a la tentación, pero permite que sea llevado aquel a quien niega su auxilio.
Una cosa es ser llevado a la tentación, y otra cosa es ser tentado, porque ninguno puede ser probado sin tentación -ya sea tentado por sí mismo o por otro-. Cada uno es perfectamente conocido por Dios antes de sufrir ninguna tentación. No se pide, pues, aquí, que no seamos tentados, sino que no seamos llevados a la tentación, como si cualquiera a quien le fuere necesario probarse por medio del fuego, no ruega el que no sea mortificado por el fuego, sino el no ser quemado. Pero somos inducidos si caemos en tentaciones tales que nosotros no podemos resistir.
Debemos pedir, no sólo el no caer en el mal cuando no hemos caído, sino también el librarnos de él cuando hayamos caído, y por ello sigue: “Mas líbranos de mal”.
Parece también que este número de siete conviene con el número de las bienaventuranzas. Si es con el temor de Dios con el que se hacen bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos, pidamos que sea santificado el nombre de Dios entre los hombres, y que permanezca su santo temor por los siglos de los siglos. Si la piedad es por medio de la cual los bienaventurados se hacen humildes, pidamos que venga su reino, para que seamos humildes y no nos opongamos a su voluntad. Si la ciencia es con la que son bienaventurados los que lloran, oremos para que se cumpla su voluntad así en la tierra como en el cielo, porque cuando el cuerpo consiente en las inspiraciones del espíritu, como la tierra se somete al cielo, no lloraremos. Si la fortaleza es con la que son bienaventurados los que tienen hambre, oremos para que nuestro pan cotidiano se nos conceda hoy, y podamos llegar por medio de él a la plenísima saciedad. Si es con un consejo saludable, con el cual los bienaventurados son misericordiosos para que Dios se apiade de ellos, perdonemos las deudas, para que se nos perdonen las nuestras. Si el entendimiento es con el cual son bienaventurados los de limpio corazón, oremos para no caer en la tentación, para que no tengamos un corazón con doblez, apeteciendo las cosas temporales y terrenas, acerca de las que versan todas nuestras tentaciones. Si es sabiduría aquélla con la cual son bienaventurados los pacíficos, puesto que se llamarán hijos de Dios, roguemos para que se nos libre de todo mal y esta misma libertad nos hará hijos libres de Dios. En esto no debe pasarse en silencio que, de todas las sentencias, con las cuales el Señor nos mandó que orásemos, creyó oportunamente recomendarnos de una manera especial la que afecta a la remisión de los pecados, en la que quiso que fuésemos caritativos, lo cual es un consejo para evitar todas las debilidades.
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