En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo’. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial».
Mt 5,43-48
Comentario del evangelio del día por Pablo VI, papa:
[El Señor nos invita a] amar y servir al prójimo de manera que se cumpla el precepto evangélico de la caridad con todos, y también con los enemigos (cf. Mt 5,44-48).
Así, pues, debemos acordarnos de esta ley suprema, característica del cristianismo vivo, no del cristianismo rutinario, o practicado de tal manera que se convierta en antídoto contra las molestias y cargas de la convivencia social. Nos debemos librar de la tentación antisocial que la misma experiencia de la vida puede ocasionar, incluso en aquellos que se han propuesto un programa de honrada convivencia social, pero que se defienden de las molestias y obligaciones que las relaciones comunitarias pueden traer consigo.
Este es quizás para muchos cristianos buenos un momento de tentación antisocial, ya que vivimos un tiempo en el que la sociedad está en fase de cambio; y, por bueno o discutible que sea, el cambio puede producir un sentimiento de malestar o de ofensa que empuje al individuo a la reacción o a la indiferencia ante la norma nueva y predominante que altera la vida. Parece que la vida comunitaria se hace insoportable. Se da el peligro de una “huelga” de ciudadanos buenos que se limitan a soportar su pertenencia a la colectividad, pero con la idea de eludir silenciosamente las cargas opuestas al propio interés, a las propias costumbres y a las propias ideas.
Si ésta fuese una tentación también para nosotros, tratemos de superarla con un esfuerzo de buena voluntad social. Y pongamos en nuestro programa propósitos tanto más atentos, tanto más eficaces para el bien común, cuanto más parezcan excluidos de nuestros gustos y de nuestros intereses.
El bien marcado por el signo cristiano debe hacerse tanto más solícito de la propia presencia, de la propia creatividad y de la propia generosidad, cuanto menos propicias son las condiciones exteriores para acogerlo y desarrollarlo. Repetimos: “Vince in bono malum: vence al mal con el bien”.
El cristiano, aun cuando el encuadramiento social tiende a reducirlo al silencio, a hacer de él un número dentro de la masa, a apagarle el destello de la fe y del amor, posee siempre en sí mismo un principio original de bondad y de acción que con frecuencia —como nos enseña el ejemplo de los santos y de los buenos— ha sabido sacar del contraste de los tiempos la idea y la fuerza para afirmarse de manera nueva y saludable para todos. La sabiduría estará, pues, no en la fuga y en la resignada renuncia, sino en la presencia tácita y tenaz en ese ambiente social que no parece propicio al éxito de iniciativas cristianas.
“Patientia vobis necessaria est…: tenéis necesidad de paciencia” (Heb 10, 36), repetiremos para esos amigos nuestros y para los fieles que experimentan a veces las dificultades de la acción en el campo de la actividad libre y honrada que debería estar abierta también a la buena voluntad de todos.
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