En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él». Le dice Judas, no el Iscariote: «Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?». Jesús le respondió: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado. Os he dicho estas cosas estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho».
Cita del evangelio del día: Jn 14,21-26
Nos comenta el evangelio del día San Gregorio Magno:
«El Paráclito os recordará todo lo que os he dicho» (Jn 14,26)
«Mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada». Pensad en ello, hermanos muy amados, ¡Qué fiesta recibir a Dios en la morada de nuestro corazón! Si un amigo rico y poderoso quisiera entrar en tu casa, obviamente, limpiarías toda la casa, para que nada le molestara al entrar. Lo mismo quien prepara para Dios la morada de su alma, limpia la suciedad de sus malas acciones.
Fíjate bien lo que dice la Verdad: «vendremos y haremos en su casa nuestra morada». Porque Dios puede pasar por el corazón de algunos sin hacer su casa.
Cuando tienen remordimientos, ven bien la mirada de Dios; pero cuando viene la tentación, olvidan el propósito de su anterior arrepentimiento y caen en sus pecados, como si nunca los hubieran llorado. Por el contrario, en el corazón de quien verdaderamente ama a Dios, que observa sus mandamientos, el Señor viene y hace su casa, porque el amor de Dios le llena tanto que no se aparta de este amor en el momento de la tentación. Por lo tanto aquel cuya alma no acepta ser dominada por un mal placer, ama verdaderamente a Dios… de aquí esta precisión: «Aquellos que no me aman, no guardan mis palabras». Examinaros cuidadosamente, queridos hermanos; Preguntaros si realmente amais a Dios. Pero no os fiéis de la respuesta de vuestro corazón sin compararlo con vuestras acciones.
«El Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, hará que recordéis lo que yo os he enseñado.» (cf Jn 14,26)
El Espíritu os enseñará todo. Porque si el Espíritu no toca el corazón de los que escuchan, la palabra de los que enseñan sería vana. Que nadie atribuya a un maestro humano la inteligencia que proviene de sus enseñanzas. Si no fuera por el Maestro interior, el maestro exterior se cansaría en vano hablando.
Vosotros todos que estáis aquí, oís mi voz de la misma manera; y no obstante, no todos comprendéis de la misma manera lo que oís. La palabra del predicador es inútil si no es capaz de encender el fuego del amor en los corazones. Aquellos que dijeron: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32) habían recibido este fuego de boca de la misma verdad. Cuando uno escucha una homilía, el corazón se enardece y el espíritu se enciende en el deseo de los bienes del reino de Dios. El auténtico amor que le colma, le provoca lágrimas y al mismo tiempo le llena de gozo. El que escucha así se siente feliz de oír estas enseñanzas que le vienen de arriba y se convierten dentro de nosotros en una antorcha luminosa, nos inspiran palabras enardecidas. El Espíritu Santo es el gran artífice de estas transformaciones en nosotros.