En aquel tiempo, Pedro se acercó entonces y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?». Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Mt 18,21-35
»Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré’. Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda.
»Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’. Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré’. Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: ‘Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?’. Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano».
San Francisco de Sales nos comenta el evangelio del día:
La primera palabra que nuestro Señor pronunció sobre la cruz fue una oración por aquellos que le crucificaban; hizo lo que escribe San Pablo: «Cristo, en los días de su vida mortal…, presentó oraciones y súplicas» (He 5,7). Por cierto, los que crucificaban a nuestro divino Salvador no lo conocían…, porque si lo hubieran conocido no lo habrían crucificado (1Co 2,8).
Nuestro Señor pues, viendo la ignorancia y la debilidad de los que le atormentaban, comenzó a excusarles y a ofrecer por ellos este sacrificio a su Padre celeste, porque la oración es un sacrificio…: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Qué grande era la llama de amor que ardía en el corazón de nuestro dulce Salvador, que en el culmen de sus dolores, al tiempo que la vehemencia de sus tormentos parecía quitarle el poder de rezar por sí mismo, pudo por la fuerza de su caridad olvidarse de sí mismo, pero no de sus criaturas…
Quería así darnos a entender el amor que nos tenía, que no podía disminuir por ningún tipo de sufrimiento, y enseñarnos a nosotros cómo debe ser nuestro corazón con respecto a nuestro prójimo… Entonces, este divino Señor que se ha entregado para pedir perdón por los hombres, está seguro de que su petición le fue concedida, porque su divino Padre lo amaba demasiado para negarle cualquier cosa que le pidiera.
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