Cita del evangelio del día: Mt 2,13-18
Después que los magos se retiraron, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al Niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al Niño para matarle». Él se levantó, tomó de noche al Niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: «De Egipto llamé a mi hijo».
Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los magos. Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: «Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen».
Comentario del evangelio del día por: San Juan Pablo II
1. «De Egipto llamé a mi hijo» (Mt 2, 15).
El evangelio de hoy nos recuerda la huida de la Sagrada Familia a Egipto, a donde vino a buscar refugio. «El ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y quédate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarlo»» (Mt 2, 13). De este modo, Cristo, «que se hizo hombre para que el hombre fuera capaz de recibir la divinidad» (san Atanasio de Alejandría, Contra los arrianos, 2, 59), quiso recorrer nuevamente el camino de la llamada divina, el itinerario que había seguido su pueblo, para que todos sus miembros llegaran a ser hijos en el Hijo. José «se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: de Egipto llamé a mi hijo» (Mt 2, 14-15).
La Providencia guió a Jesús por los caminos que en otros tiempos habían recorrido los israelitas para ir a la tierra prometida, bajo el signo del cordero pascual, celebrando la Pascua. También Jesús, el Cordero de Dios, fue llamado de Egipto por el Padre, para realizar en Jerusalén la Pascua de la alianza nueva e irrevocable, la Pascua definitiva, la Pascua que da al mundo la salvación.
2. «De Egipto llamé a mi hijo». Así habla el Señor, que hizo salir a su pueblo de la condición de esclavitud (cf. Ex 20, 2) para sellar con él, en el monte Sinaí, una alianza. La fiesta de la Pascua seguirá siendo siempre el recuerdo de esa liberación. Conmemora ese acontecimiento, que está presente en la memoria del pueblo de Dios. Cuando los israelitas partieron para su largo viaje, bajo la guía de Moisés, no pensaban que su peregrinación a través del desierto hasta la tierra prometida duraría cuarenta años. Moisés mismo, que había sacado a su pueblo de Egipto y lo había guiado durante todo ese tiempo, no entró en la tierra prometida. Antes de morir, sólo pudo contemplarla desde la cima del monte Nebo; luego confió la guía del pueblo a su sucesor Josué.
3. Mientras los cristianos celebran el bimilenario del nacimiento de Jesús, debemos hacer esta peregrinación a los lugares donde comenzó y se desarrolló la historia de la salvación, una historia de amor irrevocable entre Dios y los hombres, presencia del Señor de la historia en el tiempo y en la vida de los hombres. Hemos venido a Egipto siguiendo el itinerario por el que Dios guió a su pueblo, con Moisés a la cabeza, para conducirlo a la tierra prometida. Nos ponemos en camino, iluminados por las palabras de libro del Éxodo: dejando nuestra condición de esclavitud, vamos al monte Sinaí, donde Dios selló su alianza con la casa de Jacob, por medio de Moisés, en cuyas manos depositó las tablas del Decálogo. ¡Qué hermosa es esta alianza! Nos muestra que Dios no deja de dirigirse al hombre para comunicarle la vida en abundancia. Nos pone en presencia de Dios y es expresión de su profundo amor a su pueblo. Invita al hombre a dirigirse a Dios, a dejarse envolver por su amor y a realizar las aspiraciones a la felicidad que lleva en sí. Si acogemos en espíritu las tablas de los diez mandamientos, viviremos plenamente de la ley que Dios ha puesto en nuestro corazón y participaremos en la salvación que reveló la Alianza sellada en el monte Sinaí entre Dios y su pueblo, y que el Hijo de Dios nos ofrece mediante la redención.
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8. Al unirnos al camino de fe de Moisés, durante la peregrinación jubilar que realizamos en estos días, estamos invitados a avanzar hacia el monte del Señor y a despojarnos de nuestras esclavitudes, para recorrer el camino de Dios. «Y Dios, viendo así nuestras decisiones buenas y constatando que le atribuimos lo que realizamos, (…) nos recompensará con lo que le es propio, los dones espirituales, divinos y celestiales» (san Macario, Homilías espirituales, 26, 20). Para cada uno de nosotros el Horeb, el «monte de la fe», está llamado a convertirse en «el lugar del encuentro y del pacto recíproco, en cierto sentido, el monte del amor» (Carta sobre la peregrinación a los lugares vinculados a la historia de la salvación, n. 6: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de julio de 1999, p. 22). Precisamente allí el pueblo se comprometió a vivir adhiriéndose totalmente a la voluntad divina, y Dios le aseguró su benevolencia eterna. Este misterio de amor se realiza plenamente en la Pascua de la nueva Alianza, en el don que el Padre hace de su Hijo para la salvación de toda la humanidad.
Recibamos hoy, de manera renovada, la ley divina como un tesoro precioso. Convirtámonos, como Moisés, en hombres y mujeres que intercedan ante el Señor y, a la vez, transmitan a los hombres la ley, que es una llamada a la vida verdadera, que libera de los ídolos y hace que toda existencia sea infinitamente hermosa y valiosa. Por su parte, los jóvenes esperan con impaciencia que les ayudemos a descubrir el rostro de Dios, que les mostremos el camino que deben seguir, la senda del encuentro personal con Dios y los actos humanos dignos de nuestra filiación divina; se trata de un camino ciertamente exigente, pero es la única senda de liberación que puede colmar su deseo de felicidad. Cuando estemos con Dios en el monte de la oración, dejémonos inundar por su luz, para que en nuestro rostro resplandezca la gloria de Dios, invitando a los hombres a vivir de esta felicidad divina, que es la vida en plenitud.
«De Egipto llamé a mi hijo». ¡Ojalá que todos los hombres escuchen la llamada del Dios de la Alianza y descubran la alegría de ser hijos!