Cita del evangelio del día: Jn 1,29-34
Al día siguiente Juan ve a Jesús venir hacia él y dice: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es por quien yo dije: ‘Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo’. Y yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel». Y Juan dio testimonio diciendo: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre Él. Y yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: ‘Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo’. Y yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios».
Comentario del evangelio del día por: San Cirilo de Alejandría
Hemos de explicar quién es ése que está ya presente, y cuáles fueron las motivaciones que indujeron a bajar hasta nosotros al que vino del cielo. Dice en efecto: Este es el Cordero de Dios, Cordero que el profeta Isaías nos había predicho, diciendo: Como un cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía. Cordero prefigurado ya antes por la ley de Moisés. Sólo que entonces la salvación era parcial y no derramaba sobre todos su misericordia: se trataba de un tipo y una sombra. Ahora, en cambio, aquel cordero, enigmáticamente en otro tiempo prefigurado, aquella víctima inmaculada, es llevada por todos al matadero, para que quite el pecado del mundo, para derribar al exterminador de la tierra, para abolir la muerte muriendo por todos nosotros, para cancelar la maldición que pesaba sobre la humanidad, para anular finalmente la vieja condena: Eres polvo y al polvo volverás, para que sea él el segundo Adán, no de la tierra, sino del cielo, y se convierta en origen de todo el bien de la naturaleza humana, en solución de la muerte introducida en el mundo, en mediador de la vida eterna, en causa del retorno a Dios, en principio de la piedad y de la justicia, en camino, finalmente, para el reino de los cielos.
Y en verdad, un solo cordero murió por todos, preservando así toda la grey de los hombres para Dios Padre: uno por todos, para someternos todos a Dios; uno por todos, para ganarlos a todos; en fin, para que todos no vivan ya para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos.
Estando efectivamente implicados en multitud de pecados y siendo, en consecuencia, esclavos de la muerte y de la corrupción, el Padre entregó a su Hijo en rescate por nosotros, uno por todos, porque todos subsisten en él y él es mejor que todos. Uno ha muerto por todos, para que todos vivamos en él.
La muerte que absorbió al Cordero degollado por nosotros, también en él y con él se vio precisada a devolvernos a todos la vida. Todos nosotros estábamos en Cristo, que por nosotros y para nosotros murió y resucitó. Abolido, en efecto, el pecado, ¿quién podía impedir que fuera asimismo abolida por él la muerte, consecuencia del pecado? Muerta la raíz, ¿cómo puede salvarse el tallo? Muerto el pecado, ¿qué justificación le queda a la muerte? Por tanto, exultantes de legítima alegría por la muerte del Cordero de Dios, lancemos el reto: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, infierno, tu aguijón?.
Como en cierto lugar cantó el salmista: A la maldad se le tapa la boca, y en adelante no podrá ya seguir acusando a los que pecan por fragilidad, porque Dios es el que justifica. Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros un maldito, para que nosotros nos veamos libres de la maldición del pecado.