• 22/02/2025

Evangelio del día 4 de Mayo 2022

Evangelio del día

Cita del evangelio del día: Jn 6,35-40

En aquel tiempo, Jesús dijo a la gente: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed. Pero ya os lo he dicho: Me habéis visto y no creéis. Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día».

Comentario del evangelio del día por: San Juan Pablo II

No sólo de pan vive el hombre

Entre las palabras de vida eterna, pronunciadas por el Hijo de Dios, tienen un significado particular las que se refieren al Pan de Vida. Dice Cristo: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed» (Jn 6, 35). Así, pues, «no sólo de pan vive el hombre»: no sólo de alimento material.

En cambio, con la fuerza de la palabra la que sale de la boca de Dios», se convierte en Pan Cristo mismo: el Verbo Encarnado. Se hace Pan: manjar de las almas, alimento para la vida eterna.

Así dice a sus oyentes: «mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo» (Jn 6, 33).

Por lo tanto, no sólo de pan material vive el hombre. Es indispensable la Palabra de Dios y el Pan, que con la fuerza de esta Palabra, se convierte en el Cuerpo de Cristo: alimento de vida eterna.

En la liturgia eucarística hay dos mesas preparadas para nosotros: la mesa de la Palabra de Dios y la mesa del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Oremos para que todos se acerquen dignamente a estas dos mesas, recibiendo el alimento de la Vida Eterna. Oremos para que la vida eucarística crezca y se haga más profunda en nosotros y en toda la Iglesia.

Sólo se puede dar la vida si se ha recibido

[…] Jesús dice: «Yo soy… la vida» (Jn 14, 6). El hombre, que es una criatura, puede «tener vida», la puede incluso «dar», de la misma manera que Cristo «da» su vida para la salvación del mundo (cf. Mc 10, 45 y paralelos). Cuando Jesús habla de este ?dar la vida? se expresa como verdadero hombre. Pero El «es la vida» porque es verdadero Dios. Lo afirma Él mismo antes de resucitar a Lázaro, cuando dice a la hermana del difunto, Marta: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25). En la resurrección confirmará definitivamente que la vida que El tiene como Hijo del hombre no está sometida a la muerte. Porque Él es la Vida, y, por tanto, es Dios. Siendo la Vida, El puede hacer partícipes de ésta a los demás: «El que cree en mí, aunque muera vivirá» (Jn 11, 25). Cristo puede convertirse también «en la Eucaristía» en «el pan de la vida» (cf. Jn 6, 35-48), «el pan vivo bajado del cielo» (Jn 6, 51). También en este sentido Cristo se compara con la vid la cual vivifica los sarmientos que permanecen injertados en Él (cf. Jn 15, 1), es decir, a todos los que forman parte de su Cuerpo místico.

[…] Cristo: verdadero Dios y verdadero Hombre. ?YO SOY? como nombre de Dios indica la Esencia divina, cuyas propiedades o atributos son: la Verdad, la Luz, la Vida, y lo que se expresa también mediante las imágenes del Buen Pastor o del Esposo. Aquel que dijo de Sí mismo: ?Yo soy el que soy? (Ex 3, 14), se presentó también como el Dios de la Alianza, como el Creador y, a la vez, el Redentor, como el Emmanuel: Dios que salva. Todo esto se confirma y actúa en la Encarnación de Jesucristo.

A los Jóvenes, con ocasión de la VIII Jornada Mundial de la Juventud

Cristo ha abolido la distancia entre el hombre y Dios

[…] La vida de cada uno de nosotros ha sido pensada antes de la creación del mundo, y con razón podemos repetir con el salmista: «Señor, tú me sondeas y me conoces… tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno» (Sal 139).

Esta vida, que estaba en Dios desde el principio (cf. Jn 1, 4), es vida que se dona, que nada retiene para sí y que, sin cansarse, libremente se comunica. Es luz, «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9). Es Dios, que vino a poner su tienda entre nosotros (cf. Jn 1, 14) para indicarnos el camino de la inmortalidad propia de los hijos de Dios y para hacerlo accesible.

En el misterio de su cruz y de su resurrección, Cristo ha destruido la muerte y el pecado, ha abolido la distancia infinita que existía entre cada hombre y la vida nueva en él. «Yo soy la resurrección y la vida -proclama-; quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (Jn 11, 25).

Cristo realiza todo esto donando su Espíritu, dador de vida, en los sacramentos; particularmente en el bautismo, sacramento que hace de la existencia recibida de los padres, frágil y destinada a la muerte, un camino hacia la eternidad; en el sacramento de la penitencia que renueva continuamente la vida divina gracias al perdón de los pecados; en la Eucaristía «pan de vida» (cf. Jn 6, 35), que alimenta a los «vivos» y hace firmes sus pasos en la peregrinación terrena, hasta poder llegar a decir con el apóstol san Pablo: «Yo vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).

A los Jóvenes, con ocasión de la VIII Jornada Mundial de la JuventudCristo ha abolido la distancia entre el hombre y Dios

Una pregunta clave para entender la existencia

[…] Desde el momento de la concepción y, más tarde, del nacimiento, el nuevo ser está destinado a expresar plenamente su humanidad, a «encontrarse plenamente» como persona (GS 24). Esto afecta absolutamente a todos, incluso a los enfermos crónicos y los minusválidos. «Ser hombre» es su vocación fundamental; «ser hombre» según el don recibido; según el «talento» que es la propia humanidad y, después, según los demás «talentos». En este sentido Dios ama a cada hombre «por sí mismo». Sin embargo, en el designio de Dios la vocación de la persona humana va más allá de los límites del tiempo. Es una respuesta a la voluntad del Padre, revelada en el Verbo encarnado: Dios quiere que el hombre participe de su misma vida divina. Por eso dice Cristo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).

El destino último del hombre, ¿no está en contraste con la afirmación de que Dios ama al hombre «por sí mismo»? Si es creado para la vida divina, ¿existe verdaderamente el hombre «para sí mismo»? Ésta es una pregunta clave, de gran interés, tanto para el inicio como para el final de la existencia terrena: es importante para todo el curso de la vida. Podría parecer que, destinando al hombre a la vida divina, Dios lo apartara definitivamente de su existir «por sí mismo» (GS 24). ¿Qué relación hay entre la vida de la persona y su participación en la vida trinitaria? Responde san Agustín: «Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones I,1: CCL 27,1). Este «corazón inquieto» indica que no hay contradicción entre una y otra finalidad, sino más bien una relación, una coordinación y unidad profunda. Por su misma genealogía, la persona, creada a imagen y semejanza de Dios, participando precisamente en su Vida, existe «por sí misma» y se realiza. El contenido de esta realización es la plenitud de vida en Dios, de la que habla Cristo (cf.Jn 6, 37-40), quien nos ha redimido previamente para introducirnos en ella (cf. Mc 10, 45).

El Espíritu nos pone en relación con Cristo y con el Padre

Al cristiano, iluminado por la gracia del Espíritu, Dios se le manifiesta verdaderamente con su rostro paterno. Puede dirigirse a Dios con la confianza que santa Teresa de Lisieux muestra en este intenso pasaje autobiográfico. «El pajarito quisiera volar hacia el sol esplendoroso que encandila sus ojos. Quisiera imitar a las águilas, sus hermanas, a las que ve elevarse a las alturas hasta el fuego divino de la Trinidad (…). Pero, tristemente, lo más que puede hacer es agitar sus alitas. Volar no entra aún en sus posibilidades (…). Entonces, con audaz abandono, se queda contemplando su sol divino. Nada podrá infundirle miedo, ni el viento ni la lluvia» (Manuscrits autobiographiques, París, 1957, p. 231).

[…] Cristo nos da la vida misma de Dios, una vida que supera el tiempo y nos introduce en el misterio del Padre, en su alegría y luz infinita. Lo testimonia el evangelista san Juan transmitiendo las sublimes palabras de Jesús:  «Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo» (Jn 5, 26). «Esta es la voluntad de mi Padre:  que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día. (…) Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 40. 57).

Esta participación en la vida de Cristo, que nos hace «hijos en el Hijo», es posible gracias al don del Espíritu. En efecto, el Apóstol nos presenta el hecho de que somos hijos en íntima relación con el Espíritu Santo:  «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8, 14).

El Espíritu nos pone en relación con Cristo y con el Padre. «Por este Espíritu, que es el don eterno, Dios uno y trino se abre al hombre, al espíritu humano. El soplo oculto del Espíritu divino hace que el espíritu humano se abra, a su vez, a la acción de Dios salvífica y santificante. (…) En la comunión de gracia con la Trinidad se dilata el área vital del hombre, elevada a nivel sobrenatural por la vida divina. El hombre vive en Dios y de Dios:  vive según el Espíritu y desea lo espiritual» (Dominum et vivificantem, 58).

La Eucaristía: participar de la vida de Dios

[…] El cuarto evangelista, san Juan, destaca esta orientación de la Eucaristía hacia la plenitud del reino de Dios dentro del célebre discurso sobre el «pan de vida» que Jesús pronuncia en la sinagoga de Cafarnaúm. El símbolo que utiliza como punto de referencia bíblico es, como ya hemos mencionado, el del maná dado por Dios a Israel peregrino en el desierto. A propósito de la Eucaristía Jesús afirma solemnemente:  «Si uno come de este pan, vivirá para siempre (…). El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día (…). Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 51. 54. 58). La «vida eterna», en el lenguaje del cuarto evangelio, es la misma vida divina que rebasa las fronteras del tiempo. La Eucaristía, al ser comunión con Cristo, es también participación en la vida de Dios, que es eterna y vence la muerte. Por eso Jesús declara:  «Esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre:  que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo lo resucite el último día» (Jn 6, 39-40).

5. Desde esta perspectiva, como decía sugestivamente un teólogo ruso, Sergej Bulgakov, «la liturgia es el cielo en la tierra». Por eso, en la carta apostólica Dies Domini, recogiendo palabras de Pablo VI, exhorté a los cristianos a no abandonar «este encuentro, este banquete que Cristo nos prepara con su amor. ¡Que la participación sea muy digna y festiva a la vez! Cristo, crucificado y glorificado, viene en medio de sus discípulos para conducirlos juntos a la renovación de su resurrección. Es la cumbre, aquí abajo, de la alianza de amor entre Dios y su pueblo:  signo y fuente de alegría cristiana, preparación para la fiesta eterna» (n. 58; cf.Gaudete in Domino, conclusión).

Jornada Mundial de las Misiones, 22-02-2005«Misión: Pan partido para el mundo»

[…] En nuestra época, la sociedad humana parece que está envuelta por espesas tinieblas, mientras es turbada por acontecimientos dramáticos y trastornada por catastróficos desastres naturales. Pero, como durante «la noche en que fue entregado» (1Cor 11, 23), también hoy Jesús «parte el pan« (Mt 26, 26) para nosotros, y en las Celebraciones eucarísticas se ofrece a sí mismo bajo el signo sacramental de su amor por todos. Por esto he querido recordar que «la Eucaristía no sólo es expresión de comunión en la vida de la Iglesia; es también proyecto de solidaridad para toda la humanidad es «pan del cielo» que, dando la vida eterna (cfr.Jn 6, 33), abre el corazón de los hombres a una gran esperanza.

El mismo Redentor, que a la vista de la muchedumbre necesitada sintió compasión «porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9, 36), presente en la Eucaristía, continúa a lo largo de los siglos manifestando compasión hacia la humanidad que se encuentra en la pobreza y en el sufrimiento…

También hoy Cristo manda a sus discípulos: «dadles vosotros de comer» (Mt 14, 16). En su nombre, los misioneros acuden a tantas partes del mundo para anunciar y ser testigos del Evangelio. Los misioneros hacen resonar, con su acción, las palabras del Redentor: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed» (Jn 6, 35); ellos mismo se hacen «pan partido» para los hermanos, llegando a veces hasta el sacrificio de la vida.

¡Cuántos misioneros mártires en este tiempo nuestro! ¡Que su ejemplo arrastre muchos jóvenes en el camino de la heroica fidelidad a Cristo! La Iglesia tiene necesidad de hombres y de mujeres que estén dispuestos a consagrarse totalmente a la gran causa del Evangelio.

[…] Que la Virgen, Madre de Dios, nos ayude a revivir la experiencia del Cenáculo, para que nuestras comunidades eclesiales sean auténticamente «católicas»; es decir, Comunidades donde la «espiritualidad misionera», que es «comunión íntima con Cristo, se sitúa en íntima relación con la «espiritualidad eucarística», que tiene como modelo a María, «Mujer eucarística; Comunidades que permanecen abiertas a la voz del Espíritu y a las necesidades de la humanidad; Comunidades donde los creyentes, y especialmente los misioneros, no dudan en hacerse «pan partido para la vida del mundo«.

¡A todos mi Bendición!