“La verdad del amor humano. Orientaciones sobre el amor conyugal, la ideología de género y la legislación familiar”.
Hacia una cultura del matrimonio y de la familia, séptima parte:
116. A pesar de todas las dificultades, nuestra mirada no pierde la esperanza en la luz que brilla en el corazón humano como eco y presencia permanente del acto creador de Dios. Es más, se sabe iluminada por ella. De hecho, el asombro mayor que causa el amor es su maravillosa capacidad de comunicación. Cualquier hombre se siente afectado por él y desea que llene su intimidad[107], porque esa experiencia pertenece a su estructura original. Por eso, oír hablar del amor de un modo real y significativo engendra esperanza incluso en las personas desengañadas y dolidas en su corazón, en la medida en que pueden sentirse queridas de verdad[108].
117. De por sí, el amor tiende a comunicarse y a crecer, del mismo modo que lo propio de la luz es iluminar y expandirse. Es más, el amor cristiano no solo esparce un resplandor, sino, al mismo tiempo, un fuego poderoso que da calor humano a la persona sola y desprotegida. Es un amor que sabe generar vida, pues nace de la experiencia de una fecundidad sin parangón, la de un Padre que sacia a todos de bienes (cf. Sal 104, 28), y brota de la gracia de su Hijo Jesucristo, derrochada sobre nosotros, como dice el apóstol Pablo (cf. Ef 1, 8).
118. Por fidelidad a nuestra misión, nos corresponde a nosotros los cristianos hacer crecer este don inicial que Dios reparte a manos llenas. Con ello, la Iglesia actúa como madre que crea el lugar adecuado, un hogar para que la vida recibida pueda llegar a plenitud. Así llama a sus hijos: «quien quiera vivir, tiene en donde vivir, tiene de donde vivir. Que se acerque, que crea, que se deje incorporar para ser vivificado. No rehúya la compañía de los miembros»[109]. La esperanza contenida en el don del amor incondicionado de Cristo es para la Iglesia el impulso primero de su misión, que en estos momentos tiene una dimensión educativa de primera importancia en la hermosa tarea de enseñar a amar.
119. La Iglesia, para ello, sabe hacerse cercana. Es la proximidad acogedora la que permite trasmitir la confianza necesaria para abrir el corazón y recibir más plenamente ese Amor que alimenta y sostiene a la comunidad eclesial. Toda la Iglesia está empeñada en ello[110], y se han de emplear todos los medios para llegar al mayor número de personas. De aquí la importancia de las diversas instituciones y realidades eclesiales –en particular, de la parroquia– para hacer presente esta solicitud amorosa por parte de la Iglesia, tal como nos lo aconsejaba Benedicto XVI en Valencia: «En este sentido, es muy importante la labor de las parroquias, así como de las diversas asociaciones eclesiales, llamadas a colaborar como redes de apoyo y mano cercana de la Iglesia para el crecimiento de la familia en la fe»[111].
120. Ciertamente «las ayudas que se deben prestar a las familias son múltiples e importantes desde los ámbitos más variados: psicológico, médico, jurídico, moral, económico, etc. Para una acción eficaz en este campo se ha de contar con servicios específicos entre los cuales se destacan: Centros de Orientación Familiar, los Centros de formación en los métodos naturales de conocimiento de la fertilidad, los Institutos de ciencias y estudios sobre el matrimonio y la familia, Institutos de Bioética, etc.
121. Con esta finalidad se promoverá –principalmente en el ámbito diocesano– la creación de estos organismos, que, con la competencia necesaria y una clara inspiración cristiana, estén en disposición de ayudar con su asesoramiento a la prevención y solución de los problemas planteados en la pastoral familiar»[112].
a) La educación afectivo-sexual
122. Una educación afectivo-sexual adecuada exige, en primer lugar, cuidar la formación de toda la comunidad cristiana en los fundamentos del evangelio del matrimonio y de la familia. Una buena formación es el mejor modo para responder a los problemas y cuestiones que pueda presentar cualquier ideología. Todos los cristianos responsables de su fe han de estar capacitados para «dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza» (1 Pe 3, 15). Para la consecución de ese objetivo puede prestar un gran servicio el Catecismo de la Iglesia Católica[113], además de otros documentos relevantes[114]. En cualquier caso, serán siempre necesarios planteamientos que busquen la formación integral. Ese es el marco adecuado para que la persona responda, como debe hacerlo, a su vocación al amor.
123. La familia es, sin duda, el lugar privilegiado para esa educación y formación. Se desarrollan allí las relaciones personales y afectivas más significativas, llamadas a transmitir los significados básicos de la sexualidad[115]. La familia es el sujeto primero e insustituible de la formación de sus miembros. Y por eso, aunque podrá y deberá ser ayudada desde las diferentes instancias educativas de la Iglesia y del Estado, nunca deberá ser sustituida o interferida en el derecho-deber que le asiste. Así lo recordaba ya, entre otros documentos, elDirectorio de pastoral familiar[116]. Pero se hace ahora más urgente si se advierte que las disposiciones legales al respecto permiten al Estado dirigir este ámbito de educación. Y no es pequeño el riesgo de sucumbir a las imposiciones de la ya referida ideología de “género”.
124. La educación afectivo-sexual, acorde con la dignidad del ser humano, no puede reducirse a una información biológica de la sexualidad humana. Tampoco debe consistir en unas orientaciones generales de comportamiento, a merced de las estadísticas del momento. Sobre la base de una “antropología adecuada”, como subrayaba el beato Juan Pablo II[117], la educación en esta materia debe consistir en la iluminación de las experiencias básicas que todo hombre vive y en las que encuentra el sentido de su existencia. Así se evitará el subjetivismo que conduce a nuestros jóvenes a juzgar sus actos tan solo por el sentimiento que despiertan, lo que les hace poco menos que incapaces para construir una vida en la solidez de las virtudes. Esa educación, que debe comenzar en la infancia, se ha de prolongar después en la pre-adolescencia; las instituciones educativas deben de velar por ella, siempre en estrecha colaboración con la ya dada por los padres en la familia.
125. Descubrir la verdad y significado del lenguaje del cuerpo permitirá saber identificar las expresiones del amor auténtico y distinguirlas de aquellas que lo falsean. Se estará en disposición de valorar debidamente el significado de la fecundidad, sin cuyo respeto no es posible asumir responsablemente la donación propia de la sexualidad en todo su valor personal. Se abre así a los jóvenes un camino de conocimiento de sí mismos, que, mediante la integración de las dimensiones implicadas en la sexualidad –la inclinación natural, las respuestas afectivas, la complementariedad psicológica y la decisión personal–, les llevará a apreciar el don maravilloso de la sexualidad y la exigencia moral de vivirlo en su integridad. Se comprende enseguida que una educación afectivo-sexual auténtica no es sino una educación en la virtud de la castidad[118].
126. Una educación de esta naturaleza requiere personas que, convenientemente preparadas, ayuden a formar a quienes de manera más directa e inmediata tengan a su cargo la función educativa. En todo caso, los padres católicos deberán estar atentos a que, en la ayuda que se proporcione se observe siempre la fidelidad al Magisterio, la comunión eclesial y las directrices de los pastores. La Subcomisión de Familia y Vida de la Conferencia Episcopal Española deberá preparar materiales y programas, con el fin de que puedan ser empleados en esta tarea educativa.
b) La preparación al matrimonio
127. Además de la educación afectivo-sexual[119], es necesario profundizar y renovar la preparación al matrimonio. Esta preparación, como nos recordaba el beato Juan Pablo II, «ha de ser vista y actuada como un proceso gradual y continuo», que la exhortación apostólica Familiaris consortio sistematiza en tres etapas: preparación remota, próxima e inmediata (n. 66).
128. Estas etapas están dependiendo, a su vez, de una iniciación cristiana lúcida que, inspirada en el catecumenado antiguo[120], promueva, con la gracia de Dios, sujetos cristianos capaces de vivir la vocación al amor como seguimiento de Cristo. Sin la renovación de la iniciación cristiana de niños, adolescentes, jóvenes y adultos, la preparación al matrimonio y la misma vida matrimonial se ve privada de la base sólida que la sustenta.
129. En nuestras diócesis de España se ha hecho un largo recorrido en la formación de agentes de pastoral prematrimonial y familiar. Contamos, gracias a Dios, con buenos programas para ayudar a los padres y educadores en la educación afectivo-sexual y en la preparación inmediata del matrimonio. Sin embargo, las carencias en este campo son también notables.
130. El descenso de la nupcialidad y el retraso cada vez mayor de la celebración del matrimonio (la edad media del primer matrimonio es de 33,4 años en los varones y 31,2 años en las mujeres[121]) están exigiendo un replanteamiento a fondo de la pastoral prematrimonial. En este sentido se hace necesario acompañar y discernir la vocación al amor esponsal, y propiciar, contando con la pastoral juvenil, itinerarios de fe que den contenido cristiano al noviazgo. Estos itinerarios de fe deben ser pensados en clave de evangelización y desarrollados como un camino catecumenal[122] que proponga la totalidad de la vida cristiana desde la perspectiva de la vocación al amor. Así lo indica la Familiaris consortio, tanto para la preparación próxima como inmediata, que debe ser realizada «como un camino de fe, análogo al catecumenado»[123].
131. Este mismo propósito está recogido en el Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España (2003), en el que al afrontar el tema de la preparación al matrimonio invitábamos a «programar a modo de “catecumenado” unos “itinerarios de fe” en los que, de manera gradual y progresiva, se acompañará a los que se preparan para el matrimonio. En ningún caso se pueden reducir a la transmisión de unas verdades, sino que debe consistir en una verdadera formación integral de las personas en un crecimiento humano, que comprende la maduración en las virtudes humanas, en la fe, la oración, la vida litúrgica, el compromiso eclesial y social, etc.»[124].
132. Conscientes de la importancia de este tema, los obispos exhortamos a los sacerdotes y a las familias a insistir en la renovación tanto de la iniciación cristiana como en el acompañamiento de la vocación al amor esponsal-matrimonial. Agradecemos los esfuerzos de cuantos agentes de la pastoral familiar, anclados en los contenidos de la antropología adecuada propuestos por el beato Juan Pablo II, han ido renovando la preparación al matrimonio[125].
— Nueva evangelización
133. La mejor respuesta a la “ideología de género” y a la actual crisis matrimonial es la “nueva evangelización”. Es necesario proponer a Cristo como camino para vivir y desarrollar la vocación al amor. Sin su gracia, sin la fuerza del Espíritu Santo, amar resulta una aventura imposible. Por eso necesitamos nuevos evangelizadores que testifiquen con su vida que para Dios no hay nada imposible. También en este campo pastoral se hace necesario «recuperar el fervor de los orígenes, la alegría del comienzo de la experiencia cristiana, haciéndose acompañar por Cristo como los “discípulos de Emaús” el día de Pascua, dejando que su palabra nos encienda el corazón, que el “pan partido” abra nuestros ojos a la contemplación de su rostro»[126].
134. Recogiendo estas claves es necesario insistir, sobre todo, en el acompañamiento del despertar a la vocación al amor, en la importancia de la elección del futuro cónyuge y en la programación de itinerarios prolongados en el tiempo que den contenido a la preparación próxima e inmediata al matrimonio.
c) Políticas familiares justas y adecuadas
135. La familia es una lámpara, cuya luz no puede quedarse en el ámbito privado (cf. Mt 5, 15). Está llamada a brillar y ser motor de sociabilidad. Los poderes públicos han de dejar que la familia “sea lo que es”, y, por eso, «que sea reconocida en su identidad y aceptada en su naturaleza de sujeto social»[127]. Un reconocimiento que requiere necesariamente una política familiar estructurada y suficientemente dotada de recursos económicos. A ello aludía Benedicto XVI en su visita a Barcelona: «La Iglesia aboga por adecuadas medidas económicas y sociales para que la mujer encuentre en el hogar y en el trabajo su plena realización; para que el hombre y la mujer que contraen matrimonio y forman una familia sean decididamente apoyados por el Estado; para que se defienda la vida de los hijos como sagrada e inviolable desde el momento de su concepción; para que la natalidad sea dignificada, valorada y apoyada jurídica, social y legislativamente»[128].
136. Los obispos españoles, que ya hemos dado anteriormente directrices generales sobre la política familiar[129], insistimos de nuevo en la necesidad de que sea justa y adecuada, sobre todo en estos momentos. No solo porque la crisis económica que padecemos puede golpear más duramente a las familias. Es necesaria una política demográfica que favorezca el incremento de la natalidad[130]. Los hijos son una contribución decisiva para el desarrollo de la sociedad, que debe ser reconocido adecuadamente por el Estado. Las familias numerosas no pueden verse gravadas por falta de ayudas por parte de los poderes públicos. Sin un cambio notable en este ámbito, el “desierto demográfico” de nuestro país tendrá en breve tiempo consecuencias muy negativas para el sistema social y económico.
137. Es imprescindible impulsar políticas familiares adecuadas que permitan a las familias disponer de la autonomía económica suficiente para poder desarrollarse, sobre todo, si tenemos en cuenta la situación de precariedad en que se encuentra un número considerable de familias, a veces con todos sus miembros en paro, o las ilusiones de tantos jóvenes por formar una familia, truncadas por carecer de los recursos mínimos o haber perdido la oportunidad de conseguir la debida independencia económica. Estas carencias afectan especialmente a los emigrantes, muchos de los cuales han tenido que romper la convivencia familiar, y a los que habría que favorecer con las medidas legales pertinentes para poder conseguir la ansiada reunión de la familia.
138. La familia se encuentra muy sola en el momento de atender a aquellos de sus miembros que pasan esas y otras dificultades. La Iglesia, en la medida de sus posibilidades, renueva su empeño en acompañar a la familia en esas situaciones. A la vez alza de nuevo su voz con el fin de que toda la sociedad contribuya a ofrecerle la ayuda que se le debe prestar. Corresponde sobre todo a los gobernantes presentar una política articulada que sea el motor de recuperación de la economía familiar. Es el “capital social” primero para cualquier sociedad. No atender el reto que supone este desafío sería una irresponsabilidad de graves consecuencias para toda la sociedad.
d) Construir la “casa” y la ciudad
139. La Iglesia, «experta en humanidad», protege y defiende la formación de la familia con la seguridad de que, al hacerlo, contribuye al bien de las personas y de la sociedad. Construir una “casa” en la que cada uno de sus miembros se sienta querido por sí mismo y disponga del ambiente adecuado para crecer como persona es una tarea social por excelencia. De manera particular en una sociedad cada vez más individualista, en la que la consideración de las personas viene a medirse por el beneficio que reportan, no por lo que son, sino por lo que tienen. No es extraño, por eso, que con frecuencia nos encontremos con personas que se sienten solas, como aisladas, a pesar de estar rodeadas de otras muchas y contando con innumerables medios técnicos. Nada, fuera de las relaciones interpersonales auténticas, es capaz de dar respuesta a los anhelos profundos del corazón humano[131], en definitiva, a la vocación al amor.
140. La construcción de esa “casa” auténticamente humana, es decir, de la familia en la que las relaciones entre todos sus miembros se miden por la ley de la gratuidad, tiene necesidad de abrirse a una trascendencia que dé acceso al sentido más profundo de comunión[132]. No basta con la “buena voluntad” de los que la forman. Tampoco es suficiente, de suyo, la determinación de unas convenciones o pactos meramente humanos. Es necesario, además, que unos y otras estén abiertos –al menos, que no se opongan– a una instancia superior, a una transcendencia que les da sentido. Así lo constatan el sentir universal y la historia de los pueblos y culturas. Eso mismo estaba detrás de las palabras de Benedicto XVI cuando citaba a Gaudí: «Un templo (es) la única cosa digna de representar el sentir de un pueblo, ya que la religión es la cosa más elevada en el hombre»[133].
141. Una expresión privilegiada de la caridad es enseñar a tratar a las personas como dones de Dios. Ayudar a descubrir la razón de su mayor dignidad: ser hijos de Dios[134]. De ese cometido, en el que la familia cristiana tiene una responsabilidad particular y propia, forma parte la educación en la fe. Pero será verdadera si crea las convicciones y virtudes que llevan a vivir la caridad. Así es como la familia, que es la “casa” de los que allí viven, será también el “templo” para ellos y para los demás: «Los pobres siempre han de encontrar acogida en el templo, que es la caridad cristiana»[135]. Recibir el compromiso del amor de Dios no separa de la sociedad de los hombres. Da “una razón para vivir”: un amor que, siendo mayor que nosotros mismos, nos salva. Lleva a enriquecer las relaciones humanas.
Conclusión: La misión y el testimonio del matrimonio y de la familia
142. La Iglesia, el «pueblo de la vida»[136], anuncia y promueve el verdadero amor humano y el bien de la vida, unos dones que, recibidos de Dios, son llevados a su plenitud en Cristo Jesús. No puede dejar de hacerlo, porque anunciar ese evangelio está en el centro de la misión que el Señor le ha confiado. Es una tarea, que, aunque con responsabilidades diversas, compete a todos cuantos forman parte de la Iglesia. Nadie en la comunidad eclesial puede “pasar” y desentenderse. Todos hemos recibido una vocación al amor. Todos estamos llamados a ser testigos de un Amor nuevo, el fermento de una cultura renovada. Aunque pronunciadas en otro contexto, cabe citar también aquí las palabras que dirigía Benedicto XVI a los jóvenes en Madrid con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud: «Comunicad a los demás la alegría de vuestra fe. El mundo necesita el testimonio de vuestra fe, necesita ciertamente a Dios»[137]. Si bien realizar este anuncio no es un derecho y un deber que pertenece solo a los cristianos. El amor y la vida humanos son bienes básicos y comunes a la entera humanidad.
143. El anuncio del evangelio de la verdad del amor humano y de la vida ha de ser permanente y realizarse de los modos más variados. Con denuncias, si las situaciones lo reclaman, como las que ahora nos ocupan. Proponer, como se debe, el mensaje que se proclama, requiere ser consciente de las cuestiones y circunstancias en que se plantean. Pero el anuncio deberá consistir, sobre todo, en la proclamación positiva de la verdad y del bien que comportan para cada persona y para la sociedad. Se trata, en consecuencia, de anunciar la buena noticia del matrimonio y la familia como un bien para toda la humanidad. «Cristo necesita familias para recordar al mundo la dignidad del amor humano y la belleza de la vida familiar»[138].
144. Al anunciar, una vez más, la verdad del amor humano y de la vida, los obispos españoles queremos manifestar nuestra profunda estima por cuantos, creyentes o no, trabajan incansablemente por difundir esa verdad. Damos gracias a Dios y alentamos a tantas y tantas familias cristianas que, gozosas y con ejemplar fidelidad, mantienen vivo el amor que las une y hace de ellas verdaderas “iglesias domésticas”[139]. Nos sentimos sinceramente cercanos a los hombres y mujeres que ven rotos sus matrimonios, traicionado su amor, truncada su esperanza de una vida matrimonial serena y feliz, o sufren violencia de parte de quien deberían recibir solo ayuda, respeto y amor. Acompañamos con nuestro afecto y nuestra oración a las familias que en estos momentos sufren la crisis que padecemos y nos comprometemos a redoblar nuestro esfuerzo por prestarles toda la ayuda posible. Animamos, finalmente, a los jóvenes que se disponen con alegría a seguir su vocación a la vida matrimonial a poner su esperanza en el Dios del amor y de la vida, seguros de que podrán contar en sus vidas con su gracia y su continua presencia.
145. A la Virgen María, Madre del Amor Hermoso, encomendamos a las familias, y por su intercesión esperamos alcanzar de su Hijo el vino nuevo que nos capacite para amar.
XCIC Asamblea Plenaria de la CEE
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