Homilía de Benedicto XVI en el Corpus Christi
Primera Parte:
Hace poco hemos cantado en la Secuencia: «Dogma datur christianis, quod in carnem transit panis, et vinum in sanguinem», “Es certeza para los cristianos: el pan se convierte en carne, y el vino en sangre”. Hoy reafirmamos con gran gozo nuestra fe en la Eucaristía, el Misterio que constituye el corazón de la Iglesia.
En la reciente exhortación postsinodal Sacramentum caritatis recordé que el Misterio eucarístico “es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre” (n. 1). Por tanto, la fiesta del Corpus Christi es singular y constituye una importante cita de fe y de alabanza para toda comunidad cristiana. Es una fiesta que tuvo su origen en un contexto histórico y cultural determinado: nació con la finalidad precisa de reafirmar abiertamente la fe del pueblo de Dios en Jesucristo vivo y realmente presente en el santísimo sacramento de la Eucaristía. Es una fiesta instituida para adorar, alabar y dar públicamente las gracias al Señor, que “en el Sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos ‘hasta el extremo’, hasta el don de su cuerpo y de su sangre” (ib., 1).
La celebración eucarística de esta tarde nos remonta al clima espiritual del Jueves Santo, el día en que Cristo, en la víspera de su pasión, instituyó en el Cenáculo la santísima Eucaristía. Así, el Corpus Christi constituye una renovación del misterio del Jueves santo, para obedecer a la invitación de Jesús de “proclamar desde los terrados” lo que él dijo en lo secreto (cf. Mt 10, 17).
El don de la Eucaristía los apóstoles lo recibieron en la intimidad de la última Cena, pero estaba destinado a todos, al mundo entero. Precisamente por eso hay que proclamarlo y exponerlo abiertamente, para que cada uno pueda encontrarse con “Jesús que pasa”, como acontecía en los caminos de Galilea, de Samaria y de Judea; para que cada uno, recibiéndolo, pueda quedar curado y renovado por la fuerza de su amor.
Queridos amigos, esta es la herencia perpetua y viva que Jesús nos ha dejado en el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre. Es necesario reconsiderar, revivir constantemente esta herencia, para que, como dijo el venerado Para Pablo VI, pueda ejercer “su inagotable eficacia en todos los días de nuestra vida mortal” (Audiencia general del miércoles 24 de mayo de 1967).
En la misma exhortación postsinodal, comentando la exclamación del sacerdote después de la consagración: “Este es el misterio de la fe”, afirmé: “Proclama el misterio celebrado y manifiesta su admiración ante la conversión sustancial del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor Jesús, una realidad que supera toda comprensión humana” (n. 6).
Precisamente porque se trata de una realidad misteriosa que rebasa nuestra comprensión, no nos ha de sorprender que también hoy a muchos les cueste aceptar la presencia real de Cristo en la Eucaristía. No puede ser de otra manera. Así ha sucedido desde el día en que, en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús declaró abiertamente que había venido para darnos en alimento su carne y su sangre (cf. Jn 6, 26-58).
Ese lenguaje pareció “duro” y muchos se volvieron atrás. Ahora, como entonces, la Eucaristía sigue siendo “signo de contradicción” y no puede menos de serlo, porque un Dios que se hace carne y se sacrifica por la vida del mundo pone en crisis la sabiduría de los hombres. Pero con humilde confianza la Iglesia hace suya la fe de Pedro y de los demás Apóstoles, y con ellos proclama, y proclamamos nosotros: “Señor, ¿a quien vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). Renovemos también nosotros esta tarde la profesión de fe en Cristo vivo y presente en la Eucaristía. Sí, “es certeza para los cristianos: el pan se convierte en carne, y el vino en sangre”.
(Fin de la primera parte)
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