• 12/12/2024

La evangelización, fruto de la oración de San Antonio de Padua

Por Mons. Alberto Iniesta.

«De lo que rebosa el corazón, habla la boca», dice el Señor (Mt 12,34). Es lo que parece sentían sus oyentes cuando predicaba San Antonio de Padua, que hablaba no como de memoria, sino como algo vivo, porque él mismo lo había vivido antes, dejando que la Palabra de Dios le penetrara hasta el fondo del alma, en la meditación y la oración, convirtiéndose él mismo en palabra de Dios. Rolando, uno de sus contemporáneos, escribió de él que era un varón «poderoso en obras y en palabras». Durante todo el siglo XIII, unánimemente se insistió más en su importancia como predicador que en sus milagros, la mayor parte de los cuales tienen su origen en leyendas de siglos posteriores. Su gran milagro fue su predicación.

Su misma vida contemplativa le empujaba a la evangelización y a la predicación, cuando tuvo oportunidad. Porque si hemos dicho que cómo hablar de Dios sin hablar con Dios, también se podría decir a la inversa: ¿Cómo hablar con Dios sin hablar de Dios? Y añadir después, con San Pablo: «¡Ay de mí, si no evangelizara!». Como dijo el Señor: «No se puede encender una luz, y ponerla debajo del celemín» (Mt 5,15). Seríamos traidores, como el siervo de la parábola que recibió un talento y lo escondió cobardemente bajo tierra (Mt 25,24-30).

La palabra profética en la Iglesia tiene dos cauces principales: la predicación y el sacramento. La Palabra de Dios no sólo es la verdad, sino la vida; no sólo enseña, sino que obra. En el Antiguo Testamento se atribuye la creación a su Palabra. ¡Dicho y hecho! «Su boca es medida», como dice una frase popular. Y eso también proporcionalmente sucede en los profetas, cuyas palabras forman y reforman un pueblo santo. Y, sobre todo, se manifiesta en Jesús de Nazaret, que no tuvo más armas para cumplir su misión que la palabra. «Quiero. Queda limpio». «Levántate y anda». «Lázaro, sal afuera». «Cálmate», dice a la tempestad. Y por el don del Espíritu Santo permanece en la Iglesia esa unión, esa compenetración entre palabra y obra, en especial en la liturgia, en la que la palabra anuncia lo que cumple el sacramento. La Eucaristía, por ejemplo, es un banquete en el que las lecturas son el menú de lo que va a servirse de comer en el sacramento.

Desde los tiempos apostólicos, la Iglesia ha tenido en gran estima el ministerio de la evangelización y la predicación. Ya en la Segunda de Clemente -apócrifa, pero del siglo I- se la llama «fuerza salvadora». LaDidaché dice que el Señor está presente allí donde se proclama su gloria. Orígenes sostiene que no solamente la Sagrada Escritura es como la carne del Logos, sino que también la predicación cristiana es palabra de Dios, en la cual se parte y reparte «el maná de la palabra divina». San Basilio la llama «el desayuno y cena de los fieles». San Juan Crisóstomo habla de la predicación como «el sacrificio de la Palabra». San Agustín la llama «comida salvífica», «banquete de Dios», «pan del cielo» y «voz del Espíritu», equiparando con frecuencia la palabra con el sacramento. Alcuino llega a decir que el predicador engendra nuevos hijos para el Rey de los cielos, tanto con su palabra como con los sacramentos. De todos es bien conocido el especial interés de San Francisco de Asís en que sus frailes predicaran con sencillez pero con absoluta confianza la palabra de Dios, y para San Buenaventura, la Sagrada Escritura y la predicación que la interpreta producen un nuevo nacimiento en el hombre.

Lamentablemente, como los reformadores del siglo XVI acentuaron unilateralmente el valor de la Escritura y la predicación, menospreciando el sacramento, en la pastoral de la Iglesia católica se acentuó casi exclusivamente la fuerza operativa de los sacramentos, minusvalorando en la práctica la importancia de la predicación. Aunque no han faltado nunca grandes predicadores, más o menos carismáticos, en todos los siglos de la Iglesia. Recordando algunos momentos estelares de la predicación, citemos como ejemplos la conversión de San Agustín, escuchando a San Ambrosio; la de San Juan de Dios, mientras predicaba en una iglesia de Granada San Juan de Avila; o la de Guillermo Rovirosa, por entonces agnóstico, después de haber buscado por diversos caminos religiosos, que se convirtió oyendo al arzobispo de París, el cardenal Verdier.

A su vez, el Concilio Vaticano II volvió a destacar la importancia teológica y pastoral de la predicación. Como botón de muestra, basta este párrafo de la Constitución sobre la Iglesia: «También la Iglesia se convierte en madre por la Palabra de Dios acogida con fe, ya que por la predicación y el bautismo engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios» (LG 64).

La predicación es la que ha sembrado la fe cristiana en el mundo y en la historia; la que ha iniciado, incrementado y mantenido la vida de los cristianos y de la Iglesia, algunas veces de manera extraordinaria, como las que acabamos de recordar, pero más habitualmente de manera discreta, humilde y hasta en apariencia rutinaria y vulgar. También la Palabra de Dios encarnada creció en la infancia, adolescencia y juventud de Jesús de manera escondida, humilde y hasta prosaica externamente. La Palabra de Dios es como la lluvia que cae mansamente sobre la tierra, fecundándola con el agua del Espíritu. Si hay nubes, puede llover o no llover; pero, si no hay nubes, no puede llover. Si se siembra, se puede cosechar, más o menos, pero si no se siembra no se puede cosechar nada absolutamente. Si se predica, se puede conseguir más o menos fruto, pero si no se predica, de vía ordinaria no se puede conseguir nada, y la Iglesia moriría lentamente por falta de riego y por asfixia.

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