• 12/12/2024

La humildad como servicio de amor

Una reflexión sobre la humildad en la vida de San Francisco de Asís por Raniero Cantalamessa:

Hemos hablado de la humildad como la verdad de la criatura ante de Dios. Paradójicamente, sin embargo, lo que más llena de estupor el alma de Francisco no es la grandeza de Dios, sino su humildad. En las Alabanzas del Dios Altísimo, escritas de su puño y letra y que se conservan en Asís, entre las perfecciones de Dios -«Tú eres santo… Tú eres fuerte… Tú eres trino y uno… Tú eres amor, caridad; tú eres sabiduría…»-, en un cierto momento Francisco añade una insólita: «Tú eres humildad». No es un título puesto allí por equivocación. Francisco ha captado una verdad profundísima sobre Dios que debería llenarnos de estupor también a nosotros.

Dios es humildad porque es amor. Frente a las criaturas humanas, Dios se encuentra desprovisto de toda capacidad no sólo coactiva, sino también defensiva. Si los seres humanos eligen, como han hecho, rechazar su amor, él no puede intervenir autoritariamente para imponerse a ellos. No puede hacer otra cosa que respetar la libre elección de los hombres. El hombre podrá rechazarlo, eliminarlo: Él no se defenderá, dejará hacer. O mejor, su manera de defenderse y de defender a los hombres contra su propio aniquilamiento, será la de amar una vez más y siempre, eternamente. El amor crea por su naturaleza dependencia y la dependencia humildad. Así es también, misteriosamente, en Dios.

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El amor nos da por tanto la clave para entender la humildad de Dios: se necesita poca potencia para figurar o exhibirse, en cambio se necesita mucha para ponerse a un lado, para anularse. Dios es esta potencia ilimitada de ocultación de sí y como tal se revela en la encarnación. La manifestación visible de la humildad de Dios se tiene contemplando a Cristo que se pone de rodillas delante de sus discípulos para lavarles los pies -y podemos imaginarnos que eran pies sucios-, y aún más cuando, reducido a la impotencia más radical en la cruz, sigue amando, sin condenar nunca.

Francisco captó este nexo estrecho entre la humildad de Dios y la encarnación. He aquí algunas de sus palabras ardientes:

«Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real vino al útero de la Virgen; diariamente viene a nosotros él mismo apareciendo humilde; diariamente desciende del seno del Padre sobre el altar en las manos del sacerdote» (Adm 1,16-18).

«¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla, que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan! Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante él vuestros corazones» (CtaO 27-28).

Hemos descubierto así el segundo motivo de la humildad de Francisco: el ejemplo de Cristo. Es el mismo motivo que Pablo indicaba a los Filipenses cuando les recomendaba tener los sentimientos propios de Cristo Jesús que «se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2,5.8). Antes de Pablo, fue Jesús personalmente quien invitó a los discípulos a imitar su humildad: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).

Podríamos preguntarnos: ¿en qué nos dice Jesús que imitemos su humildad? ¿En qué fue humilde Jesús? Hojeando los evangelios no encontramos ni la más mínima admisión de culpa en boca de Jesús, ni cuando conversa con los hombres, ni cuando conversa con el Padre. Esta es, dicho sea como inciso, una de las pruebas más recónditas pero también más convincentes de la divinidad de Cristo y de la absoluta unicidad de su conciencia. En ningún santo, en ningún grande de la historia y en ningún fundador de religión, se encuentra una tal conciencia de inocencia.

Todos reconocen, más o menos, haber cometido algún error y tener algo de qué hacerse perdonar, al menos por Dios. Gandhi, por ejemplo, tenía una conciencia muy aguda de haber adoptado en algunas ocasiones posiciones equivocadas; tenía también sus remordimientos. Jesús nunca. Él pudo decir dirigiéndose a sus adversarios: «¿Quién de vosotros puede acusarme de pecado?» (Jn 8,46). Jesús proclama que es «Maestro y Señor» (cf. Jn 13,13), que es más que Abrahán, que Moisés, que Jonás, que Salomón. ¿Dónde está por tanto la humildad de Jesús para poder decir: «¿Aprended de mí que soy humilde?».

Aquí descubrimos una cosa importante. La humildad no consiste principalmente en ser pequeños, porque se puede ser pequeños sin ser humildes; no consiste principalmente en sentirse pequeños, porque uno pude sentirse pequeño y serlo realmente y esto sería objetividad, pero aún no humildad; sin contar que el sentirse pequeño e insignificante puede nacer también de un complejo de inferioridad y llevar a un replegarse sobre sí mismo y a la desesperación más que a la humildad. Por tanto la humildad, de suyo, en el grado más perfecto, no está en el ser pequeños, no está en sentirse pequeños, o proclamarse pequeños. Está en el hacerse pequeño, y no por alguna necesidad o utilidad personal, sino por amor, para «elevar» a los demás.

Así fue la humildad de Jesús; él se hizo tan pequeño que se «anonadó» sin más por nosotros. La humildad de Jesús es la humildad que desciende de Dios y tiene su modelo supremo en Dios, no en el hombre. En la posición en que se encuentra, Dios no puede «elevarse»; nada existe por encima de él. Si Dios sale de sí mismo y hace algo fuera de la Trinidad, esto no podrá ser más que un abajarse y hacerse pequeño; no podrá ser, en otras palabras, más que humildad o, como decían algunos Padres griegos, synkatabasis, o sea, condescendencia.

San Francisco hace de la «hermana agua» el símbolo de la humildad, definiéndola «útil, humilde, preciosa y casta». El agua en efecto nunca se «eleva», nunca «asciende», sino que «desciende» siempre, hasta que alcanza el punto más bajo. El vapor sube y por eso es el símbolo tradicional del orgullo y de la vanidad; el agua desciende y por eso es símbolo de la humildad.

Ahora sabemos qué quiere decir la palabra de Jesús: «Aprended de mí que soy humilde». Es una invitación a hacernos pequeños por amor, a lavar, como él, los pies de los hermanos. Pero en Jesús vemos además la seriedad de esta opción. No se trata en efecto de descender y hacerse pequeño de tanto en tanto, como un rey que, en su generosidad, de vez en cuando se digna descender entre el pueblo y quizás servirlo también en alguna cosa. Jesús se hizo «pequeño», como «se hizo carne», o sea, establemente, hasta el extremo. Eligió pertenecer a la categoría de los pequeños y de los humildes.

Este nuevo rostro de la humildad se resume en una palabra: servicio. Cierto día -se lee en el Evangelio- los discípulos habían discutido entre ellos quién era «el más grande». Entonces Jesús «se sentó» -como para dar mayor solemnidad a la lección que iba a impartir-, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35). Quien quiera ser el «primero» sea al «último», es decir, que descienda, que se abaje. Pero inmediatamente después explica qué entiende por «último»: que sea el «siervo» de todos. La humildad proclamada por Jesús es por tanto servicio. En el Evangelio de Mateo esta lección de Jesús es corroborada con un ejemplo: «Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir» (Mt 20,28).

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