La humilde Santa Clara de Asís:
Artículo extraido de franciscanos.org
Marianne Schlosser ha afirmado en su reciente estudio: «Clara parece haber sido una mujer a quien no le era fácil mandar». Y, en efecto, el testimonio de Pacífica de Guelfuccio, citada explícitamente por Schlosser, afirma: «La predicha madonna Clara, cuando mandaba a las hermanas que hiciesen alguna cosa, mandaba con mucho temor y humildad, y la mayor parte de las veces prefería hacerlo ella que mandarlo a las otras» (Proc I,10).
No se trataba, obviamente, de debilidad de carácter, porque Clara demostró en varias ocasiones tener un carácter resuelto y fortísimo -más fuerte y firme, a mi parecer, que el del mismo Francisco- pero que podremos definir casi como una «crisis de identidad», en el sentido de que Clara difícilmente se adaptaba a revestirse con los atributos con los que, de un modo u otro, debía dirigir a sus hermanas, prefiriendo una situación de mayor marginalidad, que habría materializado mejor su idea de la sequela Christi, del seguimiento de Cristo. Y siempre la misma Pacífica recuerda que Francisco «casi la obligó» a aceptar «el gobierno de las hermanas».
Durante el Proceso de canonización las hermanas afirmaron repetidamente que Clara se mantuvo fiel a su trabajo incluso durante su larga enfermedad, que se extendió, en fases alternas, desde 1224-25 hasta su muerte, por el espacio de casi treinta años:
«En el tiempo en que estuvo enferma -testimonió Pacífica de Guelfuccio- de manera que no podía levantarse del lecho, se hacía incorporar, y se sentaba sostenida con almohadas, e hilaba; y tanto, que de esta tela hizo confeccionar corporales, que envió a casi todas las iglesias del valle y de los montes de Asís».
Cordial, humana y afectuosa fue la relación que medió entre Clara y las hermanas: era ella quien a medianoche, silenciosamente, las despertaba para la oración, encendía las lámparas de la iglesia y a veces tocaba la campana (Proc II,9 y X,3); durante la noche las cubría para protegerlas del frío (Proc II,3), se mostraba muy misericordiosa con las que no podían soportar la dureza de un riguroso régimen de vida penitencia (Proc II,6), tenía para ellas mucha compasión, «en el alma y en el cuerpo», como recuerda Lucía de Roma (Proc VIII,3), al punto de que si veía a alguna de las hermanas que vestía una túnica más vil y de peor estado que la que ella llevaba, «se la tomaba para ella y le daba a aquella hermana la suya mejor», como afirmó Bienvenida de Perusa (Proc II,4).
«Y sobre todo, que madonna Clara estaba toda encendida en caridad y amaba a sus hermanas como a sí misma, y si alguna vez oía algo que no agradaba a Dios, con gran compasión se afanaba en corregirlo sin tardanza» (Proc XIII,3).
Beatriz, su hermana carnal, que entró en San Damián en 1229, podía afirmar que Clara «trataba y conversaba con ella como con su hermana»: el cargo de la responsabilidad con que Clara se revestía no le hacía olvidar la naturaleza y la espontaneidad de las relaciones.
Tres testimonios afirmaron expresamente haber optado por la elección de San Damián como consecuencia de las conversaciones tenidas con Clara: surge así también la imagen de una mujer capaz de dirigir espiritualmente a otras jóvenes por un camino de discernimiento vocacional.
Felipa de Leonardo de Gislerio, que vivía en San Damián, aproximadamente desde 1215/16, afirmó que «cuatro años después de la entrada de santa Clara en religión (…) entró en la misma también la testigo, porque la predicha santa le hizo meditar cómo, por la salvación de la humanidad, nuestro Señor Jesucristo soportó la pasión y murió en la cruz; y así la testigo, compungida, decidió entrar en religión y hacer penitencia juntamente con ella» (Proc III,1).
Amada de Martino de Coccorano, sobrina de Clara, entró en la comunidad en 1228, «conoció a santa Clara, y la testigo entró en religión por consejo y exhortación de la santa. Ésta le decía que había pedido a Dios gracia para ella: que no permitiese que fuese engañada por el mundo y que no se quedase en el siglo».
Juana Casagrande ha destacado con mucha agudeza:
«Espontáneamente hay que observar la diferencia entre el mensaje dirigido a Felipa y el dirigido a Amada. En la época de Felipa, estamos aproximadamente en 1215 -todavía los años pioneros- en la que la gran atracción era la sequela Christi (seguimiento de Cristo); ¿acaso Bona de Guelfuccio no relata que Francisco predicaba a Clara «que se convirtiese a Jesucristo?» (Proc XVII,3), ¿y acaso la exhortación no era la resueltamente franciscana de hacer penitencia? En la época de Amada, estamos aproximadamente en 1228, y San Damián está asumiendo más connotaciones claustro-monásticas; en este contexto el llamamiento a la fuga mundi (huida del mundo) tiene plena carta de naturaleza».
Peculiar es el caso de Gasdia de Taccolo, enviada directamente a San Damián por Francisco juntamente con otras cuatro compañeras. Cecilia de Gualterio Cacciaguerra, que interpretó después los acontecimientos como un testimonio del espíritu de profecía, relató que «santa Clara se levantó y recibió sólo a cuatro, pues no quería recibir a la quinta porque no había de perseverar en el monasterio más de tres años. Con todo, y ante su importunidad, la aceptó, y la dicha mujer estuvo en el monasterio apenas medio año» (Proc VI,15).
Más que del espíritu de profecía, como lo hace la hermana Cecilia, aquí debemos hablar del don de discernimiento de los espíritus de Clara; pero ella, no impuso autoritariamente su voluntad, sino que permitió, por la insistencia, conceder una posibilidad de comprobación, que no obstante vino a confirmar su intuición.
Las que testimoniaron ante los jueces sobre la santidad de Clara dejan traslucir, al contraluz, la realidad de una comunidad concreta, viva, que se enfrentaba con los problemas de la cotidianeidad y donde el carisma de la fraternidad se experimentaba continuamente. Como en los frailes, también estos primeros años de vida de las damianitas se caracterizaron como la experiencia cotidiana de una fraternitas más que como la vida jerárquicamente estructurada de una Orden. Análogamente a Francisco, Clara, más que abadesa del monasterio, vivió como la hermana entre las hermanas, pero, consciente de ser un punto de referencia y «ejemplo» para todas, ejercitando, al mismo tiempo, en sus relaciones, una función materna. Pero como ha subrayado justamente Schlosser, la conciencia de Clara, para quien la madre era ante todo una sierva y una hermana de sus compañeras, impidió «que la madre se convirtiera en una figura dominante, maternalista, que trataba como a un niño, incluso hasta anonadante». Al contrario, el nombre de «hermana» «parece ser para Clara todavía más importante que el nombre de Madre».
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