Por Mons. Alberto Iniesta.
La Legenda Assidua (14-15) destaca expresamente que San Antonio de Padua se dedicaba intensamente a la oración, cuando se retiró al eremitorio de Camposampiero, poco antes de su muerte, para reemprender la redacción de los Sermones Festivos, que había comenzado tiempo atrás, a instancias del obispo de Ostia. La misma Legenda Assidua (15,7), que figura entre las biografías de San Antonio más seguras, escritas por franciscanos de su tiempo, insiste en que después de haber recibido la libertad para predicar, una vez le dejaron libre de su cargo de provincial, se dedicaba asiduamente a la contemplación y al estudio. Los retiros de Arcella y Camposampiero eran lugares muy propicios para el silencio, el estudio y la oración. Y bien se destaca este aspecto en la famosa nota que le había enviado tiempo atrás San Francisco de Asís, autorizándole a enseñar teología a los frailes, «con tal de que en su estudio no apaguen el espíritu de oración y devoción».
¡Y bien que Antonio siguió siempre esta norma, en sus dos grandes ministerios de profesor y de predicador! De los datos firmes de su biografía, se desprende claramente que Antonio fue un hombre de mucha y profunda oración, y que su vida contemplativa y mística influyó notablemente en su estudio y su enseñanza, en su acción y su predicación. Comentando el pasaje del sueño de Jacob (Gn 28,10-19), dice: «Acampó junto a la Piedra del Socorro. La Piedra del Socorro es Cristo, de quien se dice en la narración de la domínica presente: «Jacob tomó una piedra, y colocándola bajo su cabeza, se durmió». Así, el predicador debe colocar su cabeza -esto es, su mente- sobre la Piedra del Socorro, sobre Cristo, para poder reposar sobre El, y, en El y por El, vencer a los demonios. Y esto quiere decirse cuando se dice: «Acampó junto a la Piedra del Socorro». Porque junto a Cristo, que es ayuda en las tribulaciones, confiando en El y atribuyéndole a El todo, debe levantar los castillos de sus conversaciones, y fijar las tiendas de campaña de su predicación. Porque he aquí que en el nombre de Cristo saldrá contra el filisteo, contra el demonio, a fin de poder libertar por la predicación al pecador cautivo, confiando en la gracia de Quien salió para salvar a su pueblo».
Tanto los profetas del Antiguo Testamento como los apóstoles, misioneros, pastores y predicadores del Nuevo Testamento y de la historia de la iglesia han sido siempre grandes hombres de oración, comenzando por el modelo de todos, Jesús de Nazaret, que inició su vida pública dedicándose a la oración durante cuarenta días, y al que con frecuencia los evangelios nos presentan retirándose a la oración, en especial en momentos decisivos y cruciales de su vida, como antes de la elección de los apóstoles, o en la oración del huerto, antes de la Pasión. San Pedro dice, antes de elegir a los siete «diáconos»: «Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la Palabra» (Hech 6,4). San Pablo recuerda con frecuencia su oración por las comunidades. San Juan de Avila se levantaba todas las noches para hacer dos horas de oración por sus discípulos; costumbre que en nuestro tiempo practica don Helder Cámara, según su propia confesión. Bohoeffer, el famoso teólogo luterano, dividía la preparación del sermón en tres tiempos. El primero, en la mesa de estudio. El segundo, en el reclinatorio; es decir, en la oración. Y el tercero, en el púlpito, por seguir su propia terminología.
Dejando aparte la necesidad de todo bautizado de hacer oración, que es como la respiración de la vida cristiana, es que además, en cuanto evangelizadores, catequistas y predicadores, no puede ser de otra manera. Por la oración, Dios nos prepara con su inspiración, y prepara también a los oyentes, para que reciban con corazón abierto su palabra. De este modo, además, nos hacemos más conscientes de que nosotros no somos la Palabra, sino la voz, el sonido, el altavoz del mensaje de salvación del Evangelio.
Hoy olvidamos con frecuencia en la vida pastoral que la oración no es un mero adorno, un añadido accidental a nuestro ministerio, algo potestativo, que se puede hacer o se puede dejar impunemente. Por el contrario, la oración es un ingrediente, una parte integrante, una pieza esencial en la vida apostólica. Es muy sugerente la ambigüedad que existe en español con la palabra «orador», que significa al mismo tiempo el que pronuncia discursos y el que reza. ¿Quiénes somos nosotros para hablar a los hombres en el nombre de Dios, si El no nos dice lo que hay que decir, y nos envía? Y esto no sólo de una manera general o habitual, como el que ya tiene el carnet de conducir en el bolsillo para unos cuantos años, sino de manera vital, existencial y actual. Muchas veces, el pueblo de Israel acudía al profeta buscando la palabra de Yahvéh, pero ellos les hacían esperar y volver, reconociendo que si Dios no les hablaba no tenían nada que decir.
Decía San Antonio, comentando la agonía de Jesús en el Huerto: «El Señor fue vigilante nocturno, tomó forma de siervo para custodiar a los siervos. Conforme a esto se dice en San Lucas 6,12 que se pasaba las noches en oración a Dios. Ya se ve: vigilante; pasábase las noches en oración, no para sí, sino para las criaturas que había venido a salvar. Fue también vigilante en la noche de la pasión, según San Lucas 22,41. Oraba solo quien solo había de padecer por todos».
La actitud lógica y normal del predicador debe ser la del pequeño Samuel, que andando el tiempo sería un gran profeta en Israel: «Habla, Señor, que tu siervo escucha». Porque ¿cómo podemos hablar de Dios sin hablar con Dios…?
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