Por Mons. Alberto Iniesta.
A modo de «coda», y mirándonos en el ejemplo de San Antonio, bien podríamos decir que la evangelización es un servicio muy honroso y muy honrado, del cual no podemos avergonzarnos ante nadie. Cuando a alguien le nombran portavoz de un sindicato, de un Ayuntamiento, de un partido político, de un gobierno autonómico o del gobierno del Estado, se considera un gran honor, una gran distinción, un cargo muy honroso.
Nosotros hemos sido destinados a ser portavoces de la Iglesia y del Espíritu Santo, mensajeros de Dios, Heraldos del gran Rey. La palabra eterna de Dios, el Verbo divino, en el cual están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia; la Segunda Persona de la Santa Trinidad, engendrada por el Padre, en la que se contempla y se complace viéndose a sí mismo en su infinita perfección, como en un espejo; la Palabra por la que hizo el cielo y la tierra; la que entró en nuestra historia en la vida de un hombre, hablando por boca de Jesús con palabras humanas, esa Palabra sigue resonando en la Iglesia y en el mundo por el don del Espíritu Santo. De modo universal, en todos los cristianos, un pueblo de testigos y profetas, y de modo especial, por el ministerio pastoral, al servicio del profetismo de los bautizados. El ministerio de la evangelización, la catequización y la predicación es un servicio bien honroso y que nos honra.
Es, además, un servicio honrado, limpio, santo y bien intencionado. Antiguamente se estimaba más la palabra de honor entre los hombres que la firma de un documento ante notario. La palabra de un hombre honrado valía más que todo el oro del mundo, más que la vida y que la muerte. Y hasta los niños, por mimetismo, decíamos muy serios, cuando queríamos asegurar o prometer algo, «palabra de honor», o «palabra de hombre».
La palabra de la evangelización, la catequización y la predicación sí que es una palabra honrada, una palabra de honor. Frente a tantas palabras huecas, inútiles, vacías, engañosas o dañinas de nuestra vida y nuestra sociedad, como son en ciertas ocasiones las palabras de los políticos, o de los comerciantes, o de los diplomáticos, de la publicidad o, simplemente, de la vida social en general, la Palabra de Dios es una palabra verdadera, auténtica, sincera, llena de vida y de fuerza, de certeza y bondad, capaz de iluminar al hombre en su camino, y de dar fuerzas para andar; capaz de realizar lo que afirma, y de cumplir lo que promete.
Dios hizo una promesa, empeñando para ello su palabra de honor, su palabra de Dios. Y cuando llega el momento de cumplirla, lo que nos dio fue precisamente su Palabra, para que viva y conviva entre nosotros, para que por el Espíritu que la engendró en María se siga engendrando por medio de la Iglesia y de sus portavoces: evangelizadores, catequistas y predicadores. Como dice San Antonio de Padua, sobre el dicho del Señor «granjeaos amigos con las riquezas de iniquidad» (Lc 16,9): «Pues si las riquezas de iniquidad se truecan en justicia, distribuidas a su tiempo, ¿cuánto más las riquezas de la Palabra divina, en la que no hay maldad, levantarán hasta el cielo al buen dispensador de la misma?»
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