Por Mons. Alberto Iniesta.
La providencia de Dios:
Se dice que el poeta nace; no se hace. Puede que sea verdad, aunque quizá sea más seguro quedarse con todo. Es decir, que se necesiten ciertas cualidades innatas, pero también sean convenientes la formación y la cultura literaria. Ahora bien, respecto a los profetas, sería un error decir lo mismo que para los poetas. Aparte de Jesús de Nazaret, la Palabra de Dios entre los hombres, y Juan, su precursor, escogido por Dios desde el vientre de su madre, nadie nace profeta, nadie tiene el derecho de ser el portavoz de Dios, el gran heraldo, el mensajero de noticias que vienen desde el cielo a la tierra. (Como es obvio, no atendemos aquí a la ciencia divina, que todo lo conoce de antemano, sino a la condición humana, aun dentro de la historia de la salvación, que tiene que ir descubriendo los caminos del hombre paso a paso).
Bien mirado, sí que somos profetas los cristianos, todos en general, por el bautismo, que, como dijo San Pedro y recordó el último Concilio, nos hace partícipes del sacerdocio, la realeza y el profetismo de Jesucristo. Pero aun en este caso, nos viene como regalo, como don a nuestra existencia humana y natural. Aparte de que se trata nada menos, pero tampoco nada más que del cimiento, y, como dice el refrán, «hasta segar, todo es hierba», y se requerirán aún muchas gracias de Dios y muchos sudores de los hombres hasta llegar, si Dios lo quiere y el hombre lo consiente, a que algunos cristianos puedan ser ministros, servidores de la Palabra de Dios, y sólo podrá atreverse a realizar este servicio el que sea llamado por el Espíritu Santo a través de las mediaciones de la Iglesia, como uno de los muchos carismas que el Espíritu reparte para el bien de la comunidad.
Como dijo Jesús a Nicodemo: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3,8). Lo mismo que Abraham, lo mismo que todos los hombres de fe, Antonio fue llevado por los caminos de Dios de la mano de su providencia, misteriosa pero eficaz, según aquello del Deutero Isaías: «Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos» (Is 55,8-9).
Teniendo en cuenta la imprecisión de algunas fechas y redondeando un poco, bien podríamos dividir su vida -dejando aparte los años de su infancia, tan importantes para toda persona, pero de la que no tenemos datos ciertos- en tres décadas: la de estudiante, la de agustino y la de franciscano. En la primera, Fernando recibió su formación básica humana y cristiana en el Colegio de la Catedral, muy cerca de la casa de sus padres. Allí, como estudiante y como servidor de la liturgia o acólito, conoció a la vez el culto y la cultura, la fe cristiana y el pensamiento humano, tan ensamblados en su tiempo, como que hasta aprendió a leer en el Salterio, según el latín de la Vulgata.
Allí escuchó también la voz de Dios, su vocación a la vida religiosa, que le llevó en su segunda etapa al monasterio de los canónigos regulares de San Agustín, en las afueras de Lisboa, desde donde pasó, dos años después, al monasterio de la misma orden en Coimbra. En esa década, la vida de Fernando estaba centrada en la liturgia, la meditación y el estudio de la Sagrada Escritura y de los Padres, la ascesis, el recogimiento y algo de ministerio pastoral, todo dentro del orden y el cumplimiento de la Regla. Entonces adquirió aquel profundo y extenso conocimiento de la Biblia que hizo decir a algunos de sus contemporáneos, con cierta exageración, que se sabía de memoria todo el Antiguo y el Nuevo Testamento. Asimismo profundizó en los Santos Padres, en especial San Agustín, como es de suponer, pero también de San Gregorio Magno, San Bernardo y el florilegio patrístico de la «Glosa», todo lo cual lo cita con frecuencia en sus sermones, amén de las «Sentencias» de Lombardo y la espiritualidad de los Victorinos.
Lo más probable es que Fernando pensara terminar sus días en aquel ambiente, donde se encontraba como el pez en el agua. Pero la mano de Dios intervino para sacarle de sus caminos, cómodos y trillados de algún modo. Los franciscanos del convento de las Oliveras venían con frecuencia al monasterio a pedir limosna, y muy probablemente Fernando debió de cambiar impresiones con aquellos hombres que comenzaban por entonces un estilo de vida religioso desacostumbrado para el tiempo, fuera de los muros de los monasterios, diríamos que «exclaustrados», callejeros, trotamundos, sin estudios, desharrapados, un tanto bohemios, y hasta sospechosos de indisciplina y herejía, según algunas malas lenguas. Pero el toque definitivo de la gracia le alcanzó cuando llegaron al monasterio de los agustinos de Coimbra los restos de los mártires franciscanos, que habían dado testimonio de la fe de Cristo con su sangre entre los musulmanes de Marruecos.
No debió de ser nada fácil ni cómodo para Fernando un cambio tan notable, no tan sólo de vida, sino de esquemas mentales. Pero lo dio heroicamente, pasando así de ser predicador entre cristianos a ser evangelizador entre infieles, aun con el precio de su propia sangre, que es lo que ciertamente buscaba con el cambio. Al fin, consigue entrar en los franciscanos y hacer que le enviaran a Marruecos, sin tener que esperar el año de noviciado, que por entonces no existía en la orden, pero que ya estaba decidido por el papa, cuyas bulas, por retraso del correo, llegaron al convento cuando ya estaba de camino hacia el África.
Y ya tenemos a Fernando, el canónigo, convertido en Antonio, el franciscano misionero y evangelizador, lleno de entusiasmo por anunciar a Jesucristo, aun a costa de su vida. Pero otra vez la mano de Dios le desconcierta, y, en apariencia, le des-encamina, por medio de una grave enfermedad, que le obliga a emprender el regreso a Lisboa, y luego, por medio de una tempestad, que le lleva a las costas de Sicilia, quedándose en Italia para siempre.
La formación franciscana que no había recibido, al no pasar un noviciado, la recibió en una especie de «cursillo intensivo», o, mejor dicho, un «kairós», un tiempo privilegiado de gracia y de espíritu franciscano, en el famoso «Capítulo de las Esteras», en mayo de 1221. Antonio era por entonces, como es de suponer, un fraile del montón, desconocido, y, además, un novato, un recién llegado. Allí aprendió el valor del anonadamiento, la importancia de no ser importante, la grandeza de la sencillez evangélica, siguiendo el ejemplo de Jesús en su Encarnación y en su vida oculta en Nazaret. Y así continuó viviendo en el eremitorio de Montepaolo desde junio de ese mismo año, admitido en aquel convento para las tareas domésticas y para ejercer el sacerdocio, celebrando la Misa y administrando el sacramento de la reconciliación a los hermanos.
Acaso también ahora creyó haber encontrado, al fin, su último camino, viviendo en la humildad, en el anonimato y el silencio -¿será por estos avatares por los que la devoción folklórica y popular le ha convertido en abogado de cosas y de causas perdidas…?- Pero otra vez, y ahora ya definitivamente, Dios cambia sus caminos. De pronto, inesperadamente se descubren sus cualidades y su carisma de predicador, con ocasión de una ordenación sacerdotal en Forlí. Ahora sí; ahora ha llegado la hora de Dios para ser el gran predicador de los grandes y de los pequeños, del pueblo y de los cardenales, de los fieles y de los herejes, de los amigos y de los enemigos. Y de este modo se cumplen las tres décadas de este hombre de Dios que, al revés que el Sol, nace en Poniente para ir a morir hacia el Oriente. Fernando, el colegial; Fernando, el canónigo; Antonio, franciscano y misionero.
Su ejemplo nos recuerda que el profetismo cristiano supone siempre una llamada y una misión de Dios, y la mejor, o, más bien, la única actitud adecuada es la disponibilidad del cristiano para escuchar su voz, siguiéndole con docilidad y flexibilidad, con la ayuda del Espíritu Santo. Esta llamada, esta voz sólo podemos escucharla con claridad si la recibimos por lo que podríamos llamar el «sonido estereofónico de la fe»; es decir, a través de dos altavoces simultáneamente: uno, al interior de nuestro corazón, donde habita el Espíritu Santo con sus dones, y nos mueve y orienta con sus inspiraciones; y el otro, al exterior, en la calle, en la vida, y, especialmente, en la Iglesia, donde el mismo Espíritu distribuye carismas y servicios para el bien de la comunidad.
En una ocasión, estando Jeremías en profundo recogimiento y oración, la voz de Dios le dijo: «Levántate, y vete a la casa del alfarero, que allí mismo te haré oír mis palabras». El profeta podía haber respondido con toda la razón: «Bueno; pues dímelo aquí. ¿Dónde mejor?» Pues no. El Señor sólo le habló cuando llegó a la alfarería, y vio al alfarero que «estaba haciendo un trabajo al torno. El cacharro que estaba haciendo se estropeó como barro en manos del alfarero, y éste volvió a empezar, transformándolo en otro cacharro diferente, como mejor le pareció al alfarero». Y sigue Jeremías: «Entonces me fue dirigida la palabra de Yahvéh en estos términos: ¿No puedo hacer yo con vosotros, oh casa de Israel, lo mismo que este alfarero? Mira que como barro en la mano del alfarero, así sois vosotros en mi mano» (Jer 18,1-6). Es decir: Jeremías no habría escuchado el mensaje de Dios en su integridad si se hubiera quedado en su oración, sin salir a la vida; pero tampoco lo habría escuchado y entendido en la vida si antes no hubiera estado en la oración.
En estos tiempos de crisis y de transición, de evolución y de ebullición del mundo y de la sociedad post-industrial, post-ilustrada y post-moderna; cuando necesitamos una nueva evangelización, o quizá mejor dicho, una evangelización nueva, dentro de un nuevo contexto y de una nueva coyuntura de la iglesia en el mundo, es fundamental que los cristianos estemos abiertos y disponibles para escuchar la palabra de Dios en los caminos por donde El nos guíe con su providencia, como hizo Abraham y como hicieron Antonio de Padua y tantos otros. Sólo así oiremos la palabra viva que da vida, y sólo así podremos ser profetas, transmisores, comunicadores de esa Palabra de Dios, de la buena nueva del Evangelio de Cristo que nos salva.
Hablando del ministerio pastoral, dice San Antonio de Padua, aludiendo a la escala de Jacob, que simboliza a Jesucristo: «Fíjate, la escala es recta. ¿Por qué, pues, no subes? ¿Por qué arrastras por el suelo tus manos y tus pies? Subid por ella, ¡oh ángeles!, ¡oh, prelados de la Iglesia!… Subid, repito, para contemplar cuán suave es el Señor. Descended para socorrer y para consolar, porque de socorro y de consuelo vive necesitado el prójimo. ¿Por qué os esforzáis por otra vía, y no subís por esa escala? Por cualquiera otra escala que pretendáis subir os amenaza un precipicio. ¡Oh, insensatos y tardos de corazón, no digo para creer, puesto que creéis, aunque también creen los demonios, sino duros y pétreos para obrar! ¿Pensáis vosotros que podéis ascender al monte Tabor, al reposo de la luz, a la gloria de la dicha celestial por otra vía que no sea la escala de la humildad, de la pobreza y de la pasión del Señor?»
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