San Juan Pablo II: Los ángeles ven continuamente el rostro de Dios:
1. Jesús nos recuerda ante todo la realidad consoladora del reino de los cielos.
La pregunta que los Apóstoles dirigen a Jesús es muy sintomática: «¿Quién será el más grande en el reino de los cielos?»
Se ve que habían discutido entre ellos sobre cuestiones de precedencia, de carrera, de méritos, con una mentalidad todavía terrena e interesada: querían saber quién sería el primero en ese reino del que hablaba siempre el Maestro.
Jesús aprovecha la ocasión para purificar el concepto erróneo que tienen los Apóstoles y para llevarlos al contenido auténtico de su mensaje: el reino de los cielos es la verdad salvífica que El ha revelado; es la «gracia», o sea, la vida de Dios que El ha traído a la humanidad con la encarnación y la redención; es la Iglesia, su Cuerpo místico, el Pueblo de Dios que le ama y le sigue; es, finalmente, la gloria eterna del Paraíso, a la que toda la humanidad está llamada.
Jesús, al hablar del reino de los cielos, quiere enseñarnos que la existencia humana sólo tiene valor en la perspectiva de la verdad, de la gracia y de la gloria futura. Todo debe ser aceptado y vivido con amor y por amor en la realidad escatológica que El ha revelado: «Vended vuestros bienes y dadlos en limosna; haceos bolsas que no se gastan, un tesoro inagotable en los cielos…» (Lc 12, 33). «Tened ceñidos vuestros lomos y encendidas las lámparas» (Lc 12, 35).
2. Jesús nos enseña el modo justo para entrar en el reino de los cielos.
Cuenta el evangelista San Mateo que «Jesús llamando a sí a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de éstos, ése será el más grande en el reino de los cielos» (Mt 18, 2-4).
Esta es la respuesta desconcertante de Jesús: ¡la condición indispensable para entrar en el reino de los cielos es hacerse pequeños y humildes como niños!
Está claro que Jesús no quiere obligar al cristiano a permanecer en una situación de infantilismo perpetuo, de ignorancia satisfecha, de insensibilidad ante la problemática de los tiempos. Al contrario. Pero pone al niño como modelo para entrar en el reino de los cielos non el valor simbólico que el niño encierra en sí:
— ante todo, el niño es inocente, y el primer requisito para entrar en el reino de los cielos es la vida de «gracia», es decir, la inocencia conservada o recuperada, la exclusión de pecado, que siempre es un acto de orgullo y de egoísmo;
— en segundo lugar, el niño vive de fe y de confianza en sus padres y se abandona con disposición total a quienes le guían y le aman. Así el cristiano debe ser humilde y abandonarse con total confianza a Cristo y a la Iglesia. El gran peligro, el gran enemigo es siempre el orgullo, y Jesús insiste en la virtud de la humildad, porque ante el Infinito no se puede menos de ser humildes; la humildad es verdad y es, además, signo de inteligencia y fuente de serenidad;
— finalmente, el niño se contenta con las pequeñas cosas que bastan para hacerle feliz: un pequeño éxito, una buena nota merecida, una alabanza recibida le hacen exultar de alegría.
Para entrar en el reino de los cielos es preciso tener sentimientos grandes, inmensos, universales; pero es necesario saberse contentar con las pequeñas cosas, con las obligaciones mandadas por la obediencia, con la voluntad de Dios tal como se manifiesta en el instante que huye, con las alegrías cotidianas que ofrece la Providencia; es necesario hacer de cada trabajo, aunque oculto y modesto, una obra maestra de amor y perfección.
¡Es necesario convertirse a la pequeñez para entrar en el reino de los cielos! Recordemos !a intuición genial de Santa Teresa de Lisieux, cuando meditó el versículo de la Sagrada Escritura: «El que es simple, venga acá» (Prov 9, 4). Descubrió que el sentido de la «pequeñez» era como un ascensor que la llevaría más de prisa y más fácilmente a la cumbre de la santidad: «¡Tus brazos, oh Jesús, son el ascensor que me debe elevar hasta el cielo! Por esto no tengo necesidad en absoluto de hacerme grande; más bien es necesario que permanezca pequeña, que lo sea cada vez más» (Historia de un alma, Manuscrito C, cap. X).
3. Finalmente, Jesús nos infunde el anhelo del reino de los cielos.
«¿Qué os parece? —dice Jesús—. Si uno tiene cien ovejas y se le extravía una, ¿no dejará en el monte las noventa y nueve e irá en busca de la extraviada? Y si logra hallarla, cierto que se alegrará por ella más que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Así no es voluntad de vuestro Padre, que está en los cielos, que se pierda ni uno solo de estos pequeñuelos» (Mt 18, 12-14).
Son palabras dramáticas y consoladoras al mismo tiempo: Dios ha creado al hombre para hacerle partícipe de su gloria y de su. felicidad infinita; y por esto le ha querido inteligente y libre, «a su imagen y semejanza». Desgraciadamente asistimos con angustia a la corrupción moral que devasta a la humanidad, despreciando especialmente a los pequeños, de quienes habla Jesús.
¿Qué debemos hacer? Imitar al Buen Pastor y afanarnos sin tregua por la salvación de las almas. Sin olvidar la caridad material y la justicia social, debemos estar convencidos de que la caridad más sublime es la espiritual, o sea, el interés por la salvación de las almas.
Y las almas se salvan con la oración y el sacrificio. ¡Esta es la misión de la Iglesia!
¡Especialmente vosotras, monjas y almas consagradas, debéis sentiros como Abraham sobre el monte, para implorar misericordia y salvación de la bondad infinita del Altísimo! Que sea vuestra alegría saber que muchas almas se salvan precisamente por vuestra propiciación…
San Juan Pablo II
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