• 21/11/2024

La Muerte: Todo lo que un cristiano debe saber

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La Muerte: Todo lo que un cristiano debe saber

1. Su origen

La muerte, tal como la entendemos en el orden de la salvación, es una consecuencia punitiva del pecado original.

El Concilio de Trento nos enseña en su decreto sobre el pecado original que Adán, al transgredir el mandato divino, atrajo sobre sí el castigo de la muerte que Dios le había anunciado, y además transmitió este castigo a toda la humanidad (Dz 788 s; cf. Dz 101, 175).

Aunque el ser humano es mortal por naturaleza, ya que su cuerpo está compuesto de partes distintas, la revelación nos muestra que Dios dotó originalmente al hombre con el don preternatural de la inmortalidad corporal en el paraíso.

Sin embargo, como consecuencia de haber desobedecido el mandato divino para probarlo, Dios impuso la muerte a Adán, como ya le había advertido: «El día que de él comieres, ciertamente morirás» (es decir, traerás sobre ti la pena de la muerte) (Génesis 2, 17); «Con el sudor de tu rostro comerás tu pan, hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste tomado; porque polvo eres y al polvo volverás» (Génesis 3, 19).

El Apóstol Pablo enseña de manera categórica que la muerte es consecuencia del pecado de Adán (Romanos 5, 12): «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos han pecado» (cf. Romanos 5, 15; 8, 10; 1 Corintios 15, 21 s).

San Agustín defendió esta clara verdad revelada contra los pelagianos, quienes negaban los dones del estado original y consideraban la muerte exclusivamente como consecuencia de la naturaleza humana.

Para los justos, la muerte pierde su carácter punitivo y ya no es simplemente una consecuencia del pecado (poenalitas). Para Cristo y María, la muerte no pudo ser castigo del pecado original ni mera consecuencia del mismo, ya que ambos estaban libres de todo pecado. La muerte para ellos fue algo natural y acorde con su naturaleza humana (cf. Summa Theologica, II-II, q. 164, a. 1; III, q. 14, a. 2).

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2. Su universalidad

Todos los seres humanos, al nacer con el pecado original, están sujetos a la ley de la muerte (cf. Dz 789).

San Pablo fundamenta la universalidad de la muerte en la universalidad del pecado original (Romanos 5, 12) y también en Hebreos 9, 27, donde se afirma que a los hombres les está establecido morir una sola vez.

Sin embargo, debido a un privilegio especial, algunos individuos pueden ser preservados de la muerte. La Sagrada Escritura nos habla de que Enoc fue llevado por Dios antes de conocer la muerte (Hebreos 11, 5; cf. Génesis 5, 24; Eclesiástico 44, 16), y que Elías ascendió al cielo en un torbellino (2 Reyes 2, 11; 1 Macabeos 2, 58).

Desde Tertuliano, numerosos padres y teólogos han supuesto que Elías y Enoc regresarán antes del fin del mundo para dar testimonio de Cristo y que entonces sufrirán la muerte. Sin embargo, esta interpretación no es segura. La exégesis moderna entiende que los «dos testigos» mencionados en Apocalipsis 11, 3 ss, podrían referirse a Moisés y Elías, o a personas que se asemejen a ellos.

San Pablo enseña que en la nueva venida de Cristo, los justos que estén vivos no morirán, sino que serán transformados (1 Corintios 15, 51): «No todos dormiremos, pero todos seremos transformados».

Esto coincide con lo que se expresa en 1 Tesalonicenses 4, 15 ss. La explicación que dio Santo Tomás de Aquino (Summa Theologica, III, q. 81, a. 3 ad 1), según la cual el Apóstol no niega la universalidad de la muerte, sino únicamente la universalidad de un sueño prolongado de la muerte, no es sostenible desde el punto de vista exegético.

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3. Su significado

Con la llegada de la muerte, cesa el tiempo de merecer y desmerecer, y ya no es posible la conversión (doctrina cierta).

La Iglesia sostiene firmemente esta enseñanza, que contrasta con la doctrina originista de la «apocatástasis», la cual afirma que los ángeles y los seres humanos condenados se convertirán y eventualmente alcanzarán la posesión de Dios.

También se opone a la teoría de la transmigración de las almas (metempsicosis o reencarnación), que fue propagada en la antigüedad por figuras como Pitágoras, Platón, gnósticos y maniqueos, y que sigue presente en algunas corrientes teosóficas actuales. Esta teoría sugiere que el alma, después de dejar el cuerpo actual, entra en otro cuerpo diferente hasta alcanzar la purificación completa para lograr la bienaventuranza.

Un sínodo de Constantinopla en el año 543 reprobó la doctrina de la apocatástasis (Dz 211). Durante el Concilio Vaticano, se propuso definir como dogma de fe la imposibilidad de alcanzar la justificación después de la muerte (Coll. Lac. vii 567).

Es una doctrina fundamental de la Sagrada Escritura que la retribución en la vida futura depende de los méritos o deméritos adquiridos durante la vida terrenal. En Mateo 25, 34 ss, el Soberano Juez basa su sentencia en el cumplimiento o la omisión de las buenas obras en la tierra. La historia del rico epulón y el pobre Lázaro muestra que están separados en el más allá por un abismo insuperable (Lucas 16, 26).

El tiempo que vivimos en la tierra es «el día», el tiempo de trabajar; después de la muerte viene «la noche, cuando nadie puede trabajar» (Juan 9, 4). San Pablo enseña: «Cada uno recibirá según lo que haya hecho en el cuerpo, sea bueno o malo» (2 Corintios 5, 10). Por tanto, nos exhorta a hacer el bien «mientras tengamos tiempo» (Gálatas 6, 10; cf. Apocalipsis 2, 10).

Los Padres de la Iglesia enseñan que el tiempo de penitencia y conversión está limitado a la vida terrenal. San Cipriano comenta: «Cuando se ha dejado este mundo, ya no es posible hacer penitencia ni surte efecto la satisfacción. Aquí perdemos o ganamos la vida» (Ad Demetrianum 25); cf. Pseudo-Clemente, 2 Corintios 8, 2 s; San Afraates, Demonstr. 20, 12; San Jerónimo, In ep. ad Gal. III 6, 10; San Fulgencio, De fide ad Petrum 3, 36.

La limitación del tiempo para merecer en la vida terrenal es una disposición positiva de Dios. Además, desde el punto de vista racional, es conveniente que el momento en que el ser humano decide su destino eterno sea aquel en el que el cuerpo y el alma están unidos, ya que la retribución eterna afectará a ambos. Esta verdad proporciona un incentivo para aprovechar el tiempo que tenemos en esta vida y buscar la vida eterna.

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