Padre Nuestro
(Primera parte)
Pacco Magaña
Les dijo Jesús: “Ustedes, pues, oren así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre; venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan cotidiano dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal” (Mt 6, 9-13).
Luego de aconsejar a los discípulos el tener cuidado de no practicar obras de piedad o caridad de manera ostentosa como era el estilo de los fariseos, Jesús les enseña a orar; para esto usa una fórmula básica, con aquello que debe contener una oración bien hecha: la alabanza, la humildad, la súplica en las necesidades del cuerpo, la súplica en las enfermedades del alma, la suplica para obtener fortaleza y la súplica de la protección divina contra aquello con lo que nos es difícil luchar.
Analicemos brevísimamente algunos rasgos de esta oración que los cristianos hemos guardado en la memoria religiosa por muchos siglos, supongo que casi intacta de como salió de la boca de Jesús.
Padre nuestro. Es decir, de todos, por lo menos de los que aceptan a Jesús como el Hijo de Dios. Jesús enseña a los discípulos a llamar a Dios “Padre nuestro”, no “padre mío”, lo cual está reservado a él, que es Hijo eterno del Padre, del cual nació antes de todos los siglos, como declaramos en nuestra profesión de fe. Decir Padre nuestro implica que nos sintamos hermanos; para Jesús es importante que los discípulos se sepan unidos y que vivan el amor de fraternidad. ¿Cómo decir Padre nuestro a Dios si no vivimos como hermanos? Jesús a menudo se declara hijo de Dios, él dice: “sus ángeles ven el rostro de mi Padre que está en el cielo” (Mt 18, 10), “mi Padre les concederá cuanto le pidan si lo hacen unidos en mi nombre” (Mt 18, 19); pero, al enseñarles a orar, les da como regalo el ser hijos del Padre también, a condición de que permanezcan unidos a él y a que vivan en verdadera unión de fe y amor fraternal.
Que estás en el cielo. Jesús les hace saber su origen celestial, divino; al enseñar a sus discípulos a orar al Padre, deja claro que éste es el mismo a quien él continuamente ora, que es aquel mismo que en el bautismo le declaró abiertamente su amor y filiación. El Padre a quien se ora es celestial, es trascendente; el Padre al que se ora es el que nos da el reino de los cielos que anuncia Jesucristo. Nuestra filiación es de otro orden; nosotros no nacimos del Padre como nació Jesús, sino que somos hijos en el Hijo. Al orar al Padre, algo del cielo baja a nosotros.
Muy peculiar es la siguiente frase: santificado sea tu nombre. ¿Qué es santificar? Recordemos que los judíos, desde tiempos de Moisés, tenían prohibido pronunciar el nombre de Dios (Ex 20, 7), porque el nombre de Dios es santo; mencionar abiertamente el nombre de Dios era profanarlo. Jesús mismo no lo llama por su nombre, suele llamarlo de una manera familiar: Padre. Siempre que él habla de Dios lo llama Padre; él no usa el f
amoso “tetragrama” para referirse a Dios eterno; lo llama: Padre. Esto es santificar el nombre de Dios, llamarlo Padre. Pero considero que santificar el nombre de Dios es algo parecido al mandamiento aquel: honrarás a tu Padre y a tu madre. Al Padre de la tierra, por ejemplo, no lo llamamos por su nombre, así como llamamos a nuestros amigos o hermanos; lo llamamos padre; quizá le hablemos de “tú”, pero no nos referimos a él con otro nombre que el de “papá”; ¿razones? Imposible saberlo. Pesa la carga cultural, pero, más que eso, parece haber una especie de tabú inscrito en la naturaleza humana; lo mismo pasa con nuestras madres, a ellas las tratamos acaso con mayor cuidado y veneración; el respeto a los padres, que nos impide llamarlos por su nombre, es algo parecido a lo que ocurre con nuestra relación con Dios y con la Ley aquella de santificar su nombre. Sin embargo, aquello de honrar a nuestros padres no llamándolos por su nombre es al mismo tiempo una ocasión de infinita confianza; de la misma manera, llamar a Dios “Padre” y respetar así su nombre sagrado, de igual forma nos adentra en el misterio de la confianza filial de estar en sus manos, de sentirnos hijos suyos y al mismo tiempo el saber que lo somos, pues el mismo hijo de Dios nos exhorta a llamarlo de la misma manera que lo llama él: Padre. De entrada, las primeras palabras de esta oración son honrar, santificar el nombre sagrado. Los dioses de los paganos no son santos; en realidad no existen, pero el hecho de que sus adeptos lo llamen por su nombre ya habla de la pequeñez de los mismos; un Dios al que le puedes llamar por su nombre no es tan poderoso.
Venga tu reino. Al enseñarles a pedir esto, Jesús les hace saber que el reino celestial que él anuncia está prometido por el mismísimo Padre celestial y que es un hecho; al mismo tiempo es un compromiso del que ora el hacer posible la llegada de este reino de los cielos; es manifestar el deseo de que ese reino llegue; el reino es algo real; es una realidad que hay que desear. Decir venga tu reino significa al mismo tiempo el anhelo de que ese reino se avecine y también que se haga presente en las acciones de nosotros, que lo esperamos y deseamos. Decir venga tu reino significa estar dispuestos a recibirlo y a construirlo. Significa que nos damos cuenta que los reinos de este mundo tienen intereses egoístas y temporales y que estamos dispuestos a cambiar interiormente y a intentar cambiar las cosas, reorientarlas hacia la construcción de ese reino de paz y de amor.
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Quizás esta sea la frase más comprometedora de esta oración que enseña Jesús a sus discípulos: hacer la voluntad del Padre. Y, ¿cuál es la voluntad del Padre? Es difícil querer encuadrarla en un par de palabras; no alcanzarían los libros del mundo para determinar la voluntad absoluta del Padre. Pero sí podemos aventurar un par de realidades: la voluntad del Padre, esto es, lo que el Padre celestial quiere, podría ser: “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2, 4), también podría ser esta: “este es mi hijo amado, escúchenlo” (Mc 9, 7); la voluntad del Padre es, de hecho, salvar a la humanidad, creada a su imagen y semejanza, lo cual hizo perfectamente Cristo: “no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42), lo cual hizo obedientemente María: “hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1, 38). Hacer la voluntad del Padre es hacer lo que el Padre quiere. Hacer la voluntad del Padre es dejarnos amar por él y dejarnos conducir por él, por medio de Jesucristo, su hijo, que nos viene a anunciar el camino que conduce a la casa del Padre. Es necesario dejar nuestra voluntad en las manos de Dios.
Enseguida pasa Jesús a suplicar por las necesidades cotidianas, las del día a día, lo material que necesita el cuerpo para estar fuerte, sano: el alimento, el pan de cada día. Es una petición imprescindible. Ganar el pan es difícil; al enseñarles a los discípulos a pedir el pan de cada día no se refiere a que el alimento baje del cielo de manera milagrosa; significa que hay que trabajar muy duro para conseguirlo. No se puede pedir nada al Padre sin luchar por conseguirlo. El Padre no está en el cielo para darnos lo que necesitemos sin que hagamos nada para conseguirlo, porque sería tanto como permitirnos la holgazanería. No. El pan de cada día tiene que ver con la práctica de la justicia y con el trabajo honrado, con el compartir. En las primitivas comunidades cristianas se vivía una extraordinaria fraternidad y caridad; a nadie le faltaba nada porque todos trabajaban y se distribuían los bienes necesarios a todos, sin olvidar a los olvidados del mundo: las viudas y los huérfanos (Hch 2, 44; 6, 1-6). Mucha gente, en su oración, pide cosas que, si bien no son imposibles para Dios, sí son responsabilidad del que pide. Creo que los milagros existen, pero también creo que Dios actúa para concederlos allá donde la capacidad humana es imposible; también creo que estas intervenciones divinas ocurren cuando, además de que rebasan la capacidad del hombre, cree el Padre que es conveniente concederlos para bien de las almas y para que ese reino de los cielos se haga realidad cada vez más; por lo menos los milagros de Jesús iban en esa dirección: mostrar el reino de Dios que está llegando y acudir en ayuda de los pobres y desfavorecidos: “si no me creen a mí, crean a las obras” (Jn 10, 38; Lc 7, 20-23).