San Agustín de Hipona: La mentira mata al alma
Con mucha mayor seguridad afirman que no se debe dar fe a los ejemplos que se aducen de la vida común. En primer lugar enseñan que la mentira es una iniquidad, y lo hacen con muchos documentos de las Sagradas Escrituras, y sobre todo con lo que está escrito: Aborreces, Señor, a todos los que obran la iniquidad y perderás a todos los que dicen mentira. Porque, o bien el segundo verso es exposición del primero, como suele hacerse en la Escritura, y entonces la iniquidad abarca más y la mentira debe entenderse citada como una especie de iniquidad, o bien se citan como diferentes, y entonces es peor la mentira cuanto más grave es la expresión «perderás» que la palabra «aborreces«. Pues puede Dios aborrecer a uno algo menos, de modo que no lo pierda, pero a quien pierde, lo odia con tanta mayor vehemencia cuanta con mayor severidad lo castiga. Pues odia a todos los que obran la iniquidad, pero pierde a todos los que dicen mentira.
Dicho lo cual, ¿quién de los que esto dicen se va a dejar impresionar con aquellos ejemplos, como cuando se dice: Qué ocurre si recurre a ti un hombre que, por tu mentira, puede liberarse de la muerte? Pues la muerte que, insensatamente, temen los hombres que no temen pecar, no mata al alma, sino el cuerpo, como dice el Señor en el Evangelio, por lo que ordena que no se le tema, pero la boca que miente no mata al cuerpo, sino al alma, como con toda claridad está escrito en estas palabras: La boca que miente mata al alma. ¿Por qué no se va a decir que es una gran perversidad que uno debe dar muerte al alma para salvar a otro la vida del cuerpo? Porque incluso el amor del prójimo ha de entenderse, en sus justos límites, en razón del amor propio, pues se nos dice: Amarás al prójimo como a ti mismo. ¿Cómo podrá amar al prójimo como a sí mismo el que para conservar su vida temporal pierde la propia vida eterna? Ya el perder la vida temporal propia para salvar la ajena excede la sana doctrina del mandato, pues no es ya amar al prójimo como a sí mismo, sino más que a sí mismo. Pues mucho menos se debe perder la propia vida eterna, mintiendo, para salvar la vida temporal del otro. Ciertamente, el cristiano no dudará en perder su vida temporal para salvar la vida eterna del prójimo, pues, en esto, nos precedió el ejemplo del Señor mismo que murió por nosotros. Y, por eso, se nos dijo: Este es mi mandamiento: que os améis mutuamente como yo os he amado. No hay amor más grande que el que da su vida por sus amigos. No habrá nadie tan insensato que diga que el Señor se preocupó de otra cosa que de la salvación eterna de los hombres cuando hizo lo que mandó y mandó lo que Él hizo. Por tanto, como mintiendo se pierde la vida eterna, nunca se ha de mentir para salvar la vida temporal de nadie. Así pues, estos que se estomagan y se indignan si alguien se niega a perder su alma, por la mentira, para salvar el cuerpo decrépito de otro, ¿qué dirían si alguien pudiera ser librado de la muerte por nuestro hurto, o por un adulterio? ¿Acaso, entonces, tendríamos que robar o cometer adulterio?
Ciertamente, no se dan cuenta que se comprometen de tal manera que si un hombre viene con un lazo y pide que cometamos una gran deshonestidad, pues afirma que si no accedemos a lo que pide, se echará el lazo al cuello, ¿acaso, como ellos dicen, debemos aceptar esto para salvarle la vida? Pero si esto es absurdo y abominable, ¿por qué se va a permitir que nuestra alma se corrompa por la mentira para que otro viva en su cuerpo? ¿No condenaría todo el mundo, como abominable torpeza, que alguien entregara su cuerpo a la corrupción para obtener ese fin? Por tanto, en esta cuestión, lo único a plantear es si la mentira es una iniquidad o no. Y como esto queda bien demostrado con las pruebas aportadas, solo queda preguntarse si uno debe mentir por la salvación de otro, que es como preguntarse si uno debe hacerse inicuo para salvar a otro. Y esto también lo rechaza la salud de nuestra alma, que no puede conservarse más que por la justicia, y que nos manda anteponerla no solo a la vida del prójimo, sino también a nuestra propia vida temporal.
¿Qué queda, pues, para que nunca podamos dudar de que jamás se puede mentir? Pues no se puede decir que haya algo más grande ni más amado, entre los bienes temporales, que la vida y la salud corporal. Y, si ni siquiera ésta se ha de anteponer a la verdad, ¿qué podrán oponer, para convencernos, los que juzgan que, algunas veces, es conveniente mentir?
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