San Juan Pablo II: La llegada del reino de Dios en el mundo
2. Con el Evangelio del Reino, Cristo se remite a las Escrituras sagradas que, con la imagen de un rey, celebran el señorío de Dios sobre el cosmos y sobre la historia. Así leemos en el Salterio: «Decid a los pueblos: «El Señor es rey; él afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente»» (Sal 96, 10). Por consiguiente, el Reino es la acción eficaz, pero misteriosa, que Dios lleva a cabo en el universo y en el entramado de las vicisitudes humanas. Vence las resistencias del mal con paciencia, no con prepotencia y de forma clamorosa.
Por eso, Jesús compara el Reino con el grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas, pero destinada a convertirse en un árbol frondoso (cf. Mt 13, 31-32), o con la semilla que un hombre echa en la tierra: «duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo» (Mc 4, 27). El Reino es gracia, amor de Dios al mundo, para nosotros fuente de serenidad y confianza: «No temas, pequeño rebaño -dice Jesús-, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino» (Lc 12, 32). Los temores, los afanes y las angustias desaparecen, porque el reino de Dios está en medio de nosotros en la persona de Cristo (cf. Lc 17, 21).
3. Con todo, el hombre no es un testigo inerte del ingreso de Dios en la historia. Jesús nos invita a «buscar» activamente «el reino de Dios y su justicia» y a considerar esta búsqueda como nuestra preocupación principal (cf. Mt 6, 33). A los que «creían que el reino de Dios aparecería de un momento a otro» (Lc 19, 11), les recomienda una actitud activa en vez de una espera pasiva, contándoles la parábola de las diez minas encomendadas para hacerlas fructificar (cf. Lc 19, 12-27). Por su parte, el apóstol san Pablo declara que «el reino de Dios no es cuestión de comida o bebida, sino -ante todo- de justicia» (Rm 14, 17) e insta a los fieles a poner sus miembros al servicio de la justicia con vistas a la santificación (cf. Rm 6, 13. 19).
Así pues, la persona humana está llamada a cooperar con sus manos, su mente y su corazón al establecimiento del reino de Dios en el mundo. Esto es verdad de manera especial con respecto a los que están llamados al apostolado y que son, como dice san Pablo, «cooperadores del reino de Dios» (Col 4, 11), pero también es verdad con respecto a toda persona humana.
5. Así pues, todos los justos de la tierra, incluso los que no conocen a Cristo y a su Iglesia, y que, bajo el influjo de la gracia, buscan a Dios con corazón sincero (cf. Lumen gentium, 16), están llamados a edificar el reino de Dios, colaborando con el Señor, que es su artífice primero y decisivo. Por eso, debemos ponernos en sus manos, confiar en su palabra y dejarnos guiar por él como niños inexpertos que sólo en el Padre encuentran la seguridad: «El que no reciba el reino de Dios como niño -dijo Jesús-, no entrará en él» (Lc 18, 17).
Con este espíritu debemos hacer nuestra la invocación: «¡Venga tu reino!». En la historia de la humanidad esta invocación se ha elevado innumerables veces al cielo como un gran anhelo de esperanza: «¡Venga a nosotros la paz de tu reino!», exclama Dante en su paráfrasis del Padrenuestro (Purgatorio XI, 7). Esa invocación nos impulsa a dirigir nuestra mirada al regreso de Cristo y alimenta el deseo de la venida final del reino de Dios. Sin embargo, este deseo no impide a la Iglesia cumplir su misión en este mundo; al contrario, la compromete aún más (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2818), a la espera de poder cruzar el umbral del Reino, del que la Iglesia es germen e inicio (cf. Lumen gentium, 5), cuando llegue al mundo en plenitud. Entonces, como nos asegura san Pedro en su segunda carta, «se os dará amplia entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 P 1, 11).
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