Sermón de San Agustín de Hipona sobre la nueva Ley de Dios:
Y el Señor es el espíritu. Y donde está el espíritu del Señor hay libertad. Este es el espíritu de Dios, por cuya gracia somos justificados y cuya virtud hace que nos deleite la abstención del pecado, en lo cual consiste la perfecta libertad; del mismo modo que sin este espíritu deleita el pecar, que engendra esclavitud, y de cuyas obras debe abstenerse el hombre. Y este Espíritu Santo, por quien la caridad, que es la plenitud de la ley, es derramada en nuestros corazones, es llamado también en el Evangelio el dedo de Dios.
Ahora bien: puesto que las tablas de la ley fueron escritas por el dedo de Dios, y siendo el dedo de Dios el Espíritu Santo, por quien somos santificados, para que, viviendo de la fe, obremos el bien mediante la caridad, ¿a quién no llamará la atención esta conformidad y al mismo tiempo esta diferencia de la misma ley? Porque cincuenta días se computan desde la celebración de la Pascua, en que Moisés ordenó sacrificar el cordero figurativo, que representaba la pasión futura del Señor, hasta el día en que el mismo Moisés recibió la ley escrita en las tablas por el dedo de Dios; y del mismo modo, cincuenta días también se cumplen desde la muerte y resurrección de aquel que como oveja fue llevado al matadero para ser inmolado, hasta que el dedo de Dios, esto es, el Espíritu Santo, llenó a los fieles, que se encontraban unánimemente reunidos en el cenáculo.
En la admirable concordancia que hay entre la antigua y la nueva ley es de advertir esta gran diferencia: que allí se le prohibía al pueblo con espantosos terrores acercarse al lugar en que era dada la ley; mas aquí desciende el Espíritu Santo sobre todos aquellos que le esperaban y que se habían congregado unánimemente para’ esperarle después que les fue prometido. Allí el dedo de Dios escribió sobre tablas de piedra, aquí en los corazones de los hombres. Allí la ley fue dada exteriormente para infundir temor en los injustos, aquí se dio interiormente para que fuesen justificados.
Porqué aquello de No adulterarás, No matarás, No codiciarás y si algún otro mandamiento hay —lo cual ciertamente fue escrito en aquellas tablas— en esta palabra —dice— se recapitula, es a saber: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. Plenitud, pues, de la ley es la caridad. Esta no ha sido escrita en tablas de piedra, sino derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado. La ley, pues, de Dios es la caridad. A la cuál no se somete la astucia de la carne, como que ni siquiera puede. Pues para infundir el temor a esta astucia de la carne, se ordenaron la ley de las obras y la letra que mata al transgresor cuando las obras de la caridad se grabaron en tablas de piedra; mas cuando la misma caridad fue derramada en los corazones de los creyentes, entonces se manifestó la ley de la fe y el Espíritu Santo, que vivifica al que la ama.
Advierte ahora cómo concuerda esta distinción con las palabras del Apóstol que poco antes con otro intento he alegado y que yo había diferido para exponerlas con más estudio. Porque vosotros —dice— sois carta de Cristo escrita por ministerio nuestro, y escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas que son corazones de carne.
He aquí cómo deja demostrado que la ley antigua fue escrita fuera del hombre, para atemorizarle exteriormente; mas la nueva, dentro del mismo hombre, para justificarle. Y entiende por tablas carnales del corazón no la astucia de la carne, sino el corazón mismo, en cuanto viviente y dotado de sensibilidad, a diferencia de la piedra, que carece de vida y sentidos. Y lo que poco después añade: que no podían los hijos de Israel fijar su vista hasta el fin en el rostro de Moisés, y por eso les hablaba a través de un velo, significa que la letra de la ley no justifica a nadie, sino que un velo encubrió la lectura del Antiguo Testamento hasta que éste pasara a Jesucristo y fuese descorrido el velo; es decir, hasta que pasara a la ley de gracia y se entendiera que por El nos viene la justificación, por la cual obramos lo que nos manda. Pues El en tanto nos manda en cuanto que, impotentes por nuestra parte, debemos recurrir a El. Por eso, habiendo dicho con toda precaución: Y esta tal confianza la tenemos por Cristo para con Dios, a fin de que no atribuyésemos esto a nuestras propias fuerzas, seguidamente hizo mérito de dónde proviene esta suficiencia en el obrar:No que por nosotros mismos seamos capaces de discurrir algo como de nosotros mismos, sino que nuestra capacidad nos viene de Dios, quien asimismo nos capacitó para ser ministros de una nueva alianza no de letra, sino de espíritu. Porque la letra mata, mas el espíritu vivifica.
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