Sermón de San Francisco de Sales:
No busques el consuelo, sino al que consuela.
Pero, me diréis, si hay consolaciones que vienen de Dios y que son buenas y otras que provienen de la naturaleza y que son inútiles, o sea, peligrosas, ¿cómo distinguir las unas de las otras? La regla general es ésta, mi querida Filotea: como se reconoce al árbol por sus frutos, por sus frutos se reconoce el valor de una pasión o de un afecto. El corazón es bueno cuando tiene buenos sentimientos, y los sentimientos son buenos cuando producen buenos frutos, actos buenos. Si esas consolaciones nos van haciendo más humildes, más pacientes, más caritativos, más compasivos, más ardorosos en mortificar nuestras malas tendencias, más fieles en nuestras resoluciones, más obedientes, más sencillos en nuestra manera de vivir… entonces, sin duda alguna, vienen de Dios.
Pero si esas «dulzuras» son solamente dulces para nosotros, si nos van haciendo curiosos, amargos, insoportables, impacientes, tercos, orgullosos, presuntuosos, duros para con los hermanos; si, al creernos santitos rechazamos todo consejo y advertencia… entonces, esas consolaciones indudablemente son falsas y malas, porque un árbol bueno sólo produce frutos buenos.
Recibamos con humildad esas dulzuras, no por lo que son en sí mismas, sino porque es Dios el que nos las ofrece, como hace una madre, la cual, para atraer a su hijito, le pone un caramelo en la boca. Si el niño reflexionase, debería apreciar más la dulzura de las caricias de su madre que la dulzura de los caramelos.
Y si nos faltasen los consuelos, aceptemos generosamente esta privación ya que no es el consuelo lo que debemos buscar, sino al Consolador. Y tenemos que estar dispuestos a mantenernos firmes en su amor, incluso aunque en toda nuestra vida no experimentásemos nunca su dulzura.
Tanto en el Calvario como en el Tabor, hemos de decir: Qué bien se está contigo, Señor, lo mismo si estás en la cruz, que si estás en la gloria.
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