Hoy transcribimos la primera oración que nos queda de san Francisco de Asís. Es la respuesta que el Santo da a la voz del Crucificado que en San Damián le manda reparar la iglesia en ruinas. Él comenzará reparando la iglesia aun sabiendo que la gran reconstrucción que el Señor le manda y urge no es del edificio de piedra sino del templo de piedras vivas en el Santo Espíritu, su Cuerpo. El Santo contesta en esta oración, con su disponibilidad para cavar cimientos, enterrar sillares, colocar tejas. No se para a considerar o encarecer la iglesia derruida, ni pregunta por los culpables, ni se escandaliza de los hechos. Porque también él mismo se siente piedra caída, teja vana, cuartón quebrado; y necesita ser reconstruido por el propio Señor de la Iglesia. Como María ante la propuesta del ángel, él se reconoce incapaz para tal misión, desprovisto de los medios proporcionados para conseguir dicho fin. Pero sabe que todo eso bien lo sabe quien le envía. Por eso toda su respuesta es esta oración, en la que devuelve como petición la palabra que como encargo ha oído de Dios.
El Santo ora al Dios de la gloria desde la debilidad de su vida; al que es la luz desde las tinieblas de su corazón; al que es justicia, verdad y santidad desde su pobre vida pecadora. Ora al que es fundamento firme, eternidad que envuelve nuestro pasado en amor y nuestro futuro en esperanza; amor y esperanza desde los que marchamos a la misión encargada. Nuestro quehacer supremo será identificarnos con su santa voluntad y abrazarnos a un mandato, que tiene toda la fuerza de lo verdadero y de lo divino.
«Sumo, glorioso Dios,
ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta,
sentido y conocimiento,
Señor,
para cumplir tu santo y verdadero mandamiento» (OrSD).
Como todas las creaciones geniales, esta oración es original por concentración en lo esencial, por afincamiento en las grandes realidades de la revelación de Dios: su alteza y su gloria; su luz y nuestras tinieblas; su santidad y nuestro pecado. Y le pide lo esencial para una vida cristiana: Dios mismo; al que sólo pueden recibir una fe derecha, una esperanza entera y una caridad, que ensanchan ante él los ojos y no los guiñan ante los ídolos. Pide el Santo a Dios que, iluminado el corazón, le haga sensible y senciente, y tenga así capacidad para sentirle y conocerle a él como Dios, para sentir y conocer a los hombre todos como hermanos. Por ello, pide a la vez realidades objetivas (Dios mismo) y realidades subjetivas (un hombre capaz de experiencia y sentimiento nuevos). Para terminar finalmente con una mirada tendida hacia la vida de cada día: cumplir sus mandamientos. De esta forma la oración, que había comenzado dirigiéndose a Dios en su divinidad y gloria, que había pedido luz de corazón para poder ver, transformación del ser entero para poder recibir a Dios mismo, sentimiento de entrañas para poder saber de él, se cierra llegando hasta la acción y el comportamiento de la voluntad. El hombre entero: corazón, inteligencia, sentimiento, voluntad y manos activas, han sido así llevados delante de Dios. Y una vez presentados delante de él, Francisco abandona la capilla y marcha a reconstruir la Iglesia.
Ante cualquier llamada del Señor enviándonos a una tierra nueva; ante la reafirmación del proyecto que él nos confió en años jóvenes y que en el calor del mediodía y del consiguiente demonio meridiano repetimos; ante la lenta y acostumbrada tarea de cada día, que edifica la Iglesia o la rehace derruida; ante el tránsito a nuevas situaciones espirituales o materiales que nos dejan sin respiración por lo insospechadas o difíciles: esta oración de san Francisco puede ser nuestra oración. Con ella nos vendrá la fuerza de Dios y la fraternal ayuda de quien se asemejó tanto al Redentor, que se dijo de él que era el Cristo viviente de la Edad Media.
Entre el largo recitar de quien le expone una a una al Señor todas las dificultades o esperanzas; y entre el simplificado orar de quien sólo sabe decir ya: «Señor, heme aquí»; entre la oración objetiva que pone los ojos en Dios, su revelación y su gloria, y entre la acongojada pena de quien no es capaz de salir de sí y de sus tremedales: entre uno y otro modo de orar está el milagro de esta oración tan sencilla y tan compleja, tan cristiana y tan humana. Tras orar así, san Francisco inicia su gesta admirable, con la que le devolvió la alegría a toda una cultura, con la que redescubrió el evangelio a la Iglesia y alumbró el rostro vivo de Cristo a generaciones enteras.
Escrito por Olegario González de Cardedal.
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