“La verdad del amor humano. Orientaciones sobre el amor conyugal, la ideología de género y la legislación familiar”
4ª Parte:
3. El amor conyugal: «Como Cristo amó a su Iglesia» (Ef 5, 25)
24. Dios se ha servido del amor esponsal para revelar su amor hacia el pueblo elegido. Tanto el matrimonio como la virginidad, en su forma propia, son una concretización de la verdad más profunda del hombre, de su «ser imagen de Dios»[27]. Pero de la primera, es decir, de la imagen del amor del hombre y mujer en el matrimonio se ha servido el mismo Dios para revelar su amor hacia el pueblo elegido, es decir, a Israel; y la segunda ha sido mostrada explícitamente en la persona de Jesucristo, el Hijo, haciendo presente al Dios “esposo” de su pueblo. Por eso Benedicto XVI acude a aquella –a propósito de la gran variedad semántica que el lenguaje atribuye a la palabra amor–, con el fin de acercarnos a la naturaleza y características del verdadero amor. «En toda esta multiplicidad de significados –dice el Papa– destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual cuerpo y alma concurren inseparablemente y en el que al ser humano se le abre una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los otros tipos de amor»[28]. Es arquetipo, es decir, viene a señalar las características que definen la verdad del amor humano, en las diversas manifestaciones en que este se puede y debe manifestar.
a) «Una sola carne» (Gén 2, 24)
25. El amor conyugal es un amor “comprometido”. Se origina y desarrolla a partir de una realidad que transciende y da sentido a la existencia de los esposos, como tales, en todas sus manifestaciones. Tiene una originalidad y unas características o notas que lo distinguen de otras formas de amor. El Concilio Vaticano II y la encíclica Humanae vitae señalan las de ser «plenamente humano», «total», «fiel y exclusivo», «fecundo»[29]. Su autenticidad viene ligada necesariamente al respeto a la dignidad personal y a los significados del lenguaje de la sexualidad. A la vez, como señalan las palabras de Benedicto XVI acabadas de citar, son la luz que, a manera de espejos, deben reflejar los demás tipos de amor.
26. Por el matrimonio se establece entre el hombre y la mujer una alianza o comunidad conyugal por la que «ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19, 6; cf. Gén 2, 24). El hombre y la mujer, permaneciendo cada uno de ellos como personas singulares y completas son «una unidad-dual» en cuanto personas sexualmente distintas y complementarias. La alianza que se origina no da lugar a un vínculo meramente visible, sino también moral, social y jurídico; de tal riqueza y densidad que requiere, por parte de los contrayentes, «la voluntad de compartir (en cuanto tales) todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son»[30]. No se reduce a una simple relación de convivencia o cohabitación. La unidad en la “carne” hace referencia a la totalidad de la feminidad y masculinidad en los diversos niveles de su recíproca complementariedad: el cuerpo, el carácter, el corazón, la inteligencia, la voluntad, el alma[31]. Dejar un modo de vivir para formar otro “estado de vida”.
— Una comunidad de vida y amor
27. Pero si “ser una sola carne” es una “unidad de dos” como fruto de un verdadero don de sí, esa realidad ha de configurarse existencialmente como comunidad de vida y amor[32]. Es una exigencia que «brota de su mismo ser y representa su desarrollo dinámico y existencial»[33]. Los esposos se “deben” amor, porque, por el matrimonio, han venido a ser, el uno para el otro, verdadera parte de sí mismos[34]. La “lógica” de la entrega propia de la unión matrimonial lleva necesariamente a afirmar que el matrimonio está llamado, por su propio dinamismo, a ser una comunidad de vida y amor; tan solo de esa manera se realiza en la verdad[35].
28. El amor conyugal se ha de comprender como un prometer, como un comprometerse mutuo para afrontar la construcción de una vida en común. «A muchos –dice Benedicto XVI, refiriéndose al matrimonio como una vocación cristiana– el Señor los llama al matrimonio, en el que un hombre y una mujer, formando una sola carne (cf. Gén 2, 24), se realizan en una profunda vida de comunión. Es un horizonte luminoso y exigente a la vez. Un proyecto de amor verdadero que se renueva y ahonda cada día compartiendo alegrías y dificultades, y que se caracteriza por una entrega de la totalidad de la persona. Por eso, reconocer la belleza y bondad del matrimonio significa ser conscientes de que solo un ámbito de fidelidad e indisolubilidad, así como de apertura al don divino de la vida, es el adecuado a la grandeza y dignidad del amor matrimonial»[36].
— Características del amor conyugal
29. Es claro, por tanto, que el amor conyugal debe ser, en primer lugar, un amor plenamente humano y total. Ha de abarcar la persona de los esposos –como esposos– en todos sus niveles: sentimientos y voluntad, cuerpo y espíritu, etc., integrando esas dimensiones con la debida subordinación y, además, de una manera definitiva. Ha de ir «de persona a persona con el afecto de la voluntad»[37]. El que ama no puede relacionarse con su amado de una manera indiferenciada, como si todos los seres fueran igualmente amables e intercambiables. El amor conyugal es un amor de entrega en el que sin dejar de ser erótico, el deseo humano se dirige a la formación de una comunión de personas. No sería conyugal el amor que excluyera la sexualidad o la considerase como un mero instrumento de placer[38]. Los esposos, como tales, han de «compartir generosamente todo, sin reservas y cálculos egoístas. Quien ama de verdad a su propio consorte no ama solo por lo que de él recibe, sino por sí mismo, gozoso de poderlo enriquecer con el don de sí»[39].
30. Por este mismo motivo el amor conyugal no puede sino ser fiel y exclusivo. Si el amor conyugal es total y definitivo porque va de persona a persona, abarcándola en su totalidad, ha de tener también como característica necesaria la fidelidad. La totalidad incluye en sí misma y exige la fidelidad –para siempre–, y esta, a su vez, la exclusividad. El amor conyugal es total en la exclusividad y exclusivo en la totalidad. Así lo proclama la Revelación de Dios en Cristo, y esa es también la conclusión a la que se puede llegar desde la dignidad de la persona y de la sexualidad. El amor conyugal que «lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos (…) ha de ser indisolublemente fiel, en cuerpo y alma, en la prosperidad y en la adversidad y, por tanto, ajeno a todo adulterio y divorcio»[40]. El Concilio Vaticano II indica así la doble vertiente de la fidelidad: positivamente comporta la donación recíproca sin reservas ni condiciones; y negativamente entraña que se excluya cualquier intromisión de terceras personas –a cualquier nivel: de pensamientos, palabras y obras– en la relación conyugal.
31. Por último, tiene que ser un amor fecundo, abierto a la vida. Por su naturaleza y dinamismo el amor conyugal está orientado a prolongarse en nuevas vidas; no se agota en los esposos. No hay autenticidad en el amor conyugal cuando no están comprometidos, a la vez y del todo, la humanidad del hombre y de la mujer en la totalidad de su ser espíritu encarnado. Como hemos dicho, la sexualidad no es algo meramente biológico, sino que «afecta al núcleo íntimo de la persona en cuanto tal»[41]. Por otro lado, como la orientación a la procreación es una dimensión inmanente a la estructura de la sexualidad, la conclusión es que la apertura a la fecundidad es una exigencia interior de la verdad del amor matrimonial y un criterio de su autenticidad. Hacia esa finalidad está intrínsecamente ordenado, como participación en el amor creador de Dios y como donación de los esposos a través de la sexualidad.
32. Sin esa ordenación a la fecundidad la relación conyugal no puede ser considerada ni siquiera como manifestación de amor. El amor conyugal en su realidad más profunda es esencialmente “don”, rechaza cualquier forma de reserva y, por su propio dinamismo, exige abrirse y entregarse plenamente. Esto comporta necesariamente la disponibilidad para la procreación, la posibilidad de la paternidad o maternidad.
33. Estas características del amor, tan íntimamente articuladas entre sí, son inseparables: si faltara una de ellas tampoco se darían las demás. Son aspectos o dimensiones de la misma realidad que corresponden a la verdad de la naturaleza humana, purificada y corroborada en Cristo. Estamos, pues, ante unos significados que iluminan la vida de los hombres y que se pueden y deben expresar mediante unas normas morales propias de la ley natural. La Iglesia las enseña como indicaciones en el camino de la educación en el amor. No son referencias opuestas al amor o ajenas al mismo. Están insertas íntimamente en la verdad del amor conyugal[42]. «Querer seleccionar unas u otras, según las condiciones de vida a modo de un “amor a la carta”, falsifica la relación amorosa básica entre un hombre y una mujer, distorsionando la realización de su vocación»[43].
— Para siempre
34. La «unión en la carne» –se decía antes– no alude a un simple hecho fortuito o coyuntural. Designa el compromiso de conformar una intimidad común exclusiva y para siempre, en la que el cuerpo sexuado es la mediación esencial. El valor personal de esta unión hace también que la apertura a la fecundidad, intrínseca al lenguaje propio de la sexualidad, encuentre ahí el marco de realización, acorde con su dignidad. En cambio, deja de existir en las ideologías que la excluyen de forma radical como si fuera algo que el hombre pudiera “poner” desde fuera, a modo de una libre elección y sin ningún condicionamiento. La supuesta fascinación de un “amor libre” de cualquier compromiso esconde el vaciamiento de todo significado y, por lo tanto, la pérdida de su valor y dignidad.
35. La referencia a la unidad en la “carne”, por significar el vínculo de unión entre personas, sirve para comprender la vocación del ser humano al amor. Permite descubrir que el amor humano está determinado por unos contenidos objetivos que no se pueden confiar al simple arbitrio humano y ser objeto de una mera opinión subjetiva, sino que son parte esencial del lenguaje del cuerpo que hay que saber interpretar. En la comprensión del valor de la “carne” está incluida una verdad fundamental del hombre, que goza de una universalidad que cualquiera puede entender. Nos referimos a una integración específica entre la inclinación sexual, el despertar de los afectos y el don de sí. Una verdad que lleva a percibir lo que es una vida lograda, por la que tiene sentido entregar la libertad. El ser humano puede distinguir los bienes objetivos que resultan de la aceptación de la diferencia, de la trascendencia de vivir “para otra persona”, de la apertura a la vida.
— La oscuridad del pecado
36. La misma Revelación, sin embargo, habla también de que toda esta luz inicial se halla oscurecida por el pecado. Ya en los inicios de la creación, el hombre y la mujer dejan de verse como seres llamados a la comunión y se esconden uno del otro. Advierten que su amor está amenazado por las relaciones de deseo y de dominio (cf. Gén 3, 16). A pesar de que los significados del cuerpo, antes referidos, están unidos a la experiencia humana del amor, a veces no son fáciles de percibir en la vida concreta de las personas, y todavía resulta más arduo llevarlos a la práctica. La visión reductiva y fragmentaria de la sexualidad, tan extendida en no pocos ámbitos de la sociedad, hace que muchas personas interpreten estas experiencias primeras de un modo inadecuado y pierdan de vista la totalidad humana que se contiene en ellas. Se les hace muy difícil construir una vida plena que valga la pena ser vivida.
37. De modo particular, es necesario evitar una interpretación narcisista de la sexualidad. Si se comprende la felicidad como un simple “sentirse bien” con uno mismo, se cae en el error de no medir el valor y sentido de la sexualidad por la complementariedad y crecimiento personal en la construcción de una vida compartida. Es fácil ver cómo, de este modo, se pierde la riqueza presente en la diferencia sexual. Además, la fecundidad deja de ser significativa si el acento se pone exclusivamente en la necesidad de apagar a toda costa los “deseos” y “satisfacciones” que puedan experimentarse, sin proyectar esa riqueza en otros objetivos espirituales o culturales que, naturalmente, también enriquecen y dan sentido a la persona.
38. Convencidos de la belleza de esta verdad, que une la dignidad humana con la vocación al amor, insistimos de nuevo en la importancia que tiene la rectitud en el ámbito de la sexualidad, tanto para las personas como para la sociedad entera. Exhortamos a poner los medios adecuados que, dentro de una educación al amor, hacen que todo hombre, contando siempre con el auxilio de Dios, sea capaz de responder a esta llamada. La virtud de la castidad es imprescindible en la respuesta de la persona a la vocación al amor. Proyecta la luz que, al mover la libertad a hacer de la existencia una donación de amor, indica también el camino que lleva a una plenitud de vida.
b) «Como Cristo amó a su Iglesia» (Ef 5, 25)
39. El amor o caridad conyugal, cuya naturaleza y características se acaban de apuntar, es una «participación singular en el misterio de la vida y del amor de Dios mismo»[44]. Una participación cualificada y específica, que responde a una realidad «escrita en sus corazones» (Rom 2, 15). Por ella los esposos—el uno para el otro— se convierten en don sincero de sí mismos del modo más completo y radical: se afirman en su desnuda verdad como personas. «El amor incluye el reconocimiento de la dignidad personal y de su irrepetible unicidad; en efecto, cada uno de ellos, como ser humano, ha sido elegido por sí mismo»[45].
40. No se queda ahí la grandeza y dignidad del amor conyugal. Como tal, está llamado a ser, por su misma naturaleza, «imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús»[46]. Aunque esa orientación, que es propia de todo verdadero amor conyugal, solo es participada realmente por los esposos si ha tenido lugar la celebración sacramental de su matrimonio y ha sido insertada así en el proyecto salvífico de Cristo. Cuando el Señor —según señala el Vaticano II— «sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio (…), el amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y de la maternidad»[47].
41. El sacramento celebrado hace que, al insertar el vínculo matrimonial en la comunión de amor de Cristo y de la Iglesia, el amor de los esposos —el amor matrimonial— esté dirigido a ser imagen y representación real del amor redentor del Señor. Jesús se sirve del amor de los esposos para amar y dar a conocer cómo es el amor con que ama a su Iglesia. El amor matrimonial es —y debe ser— un reflejo del amor de Cristo a su Iglesia. La expresión plena de la verdad sobre ese amor de Dios se encuentra en la carta a los Efesios: «Como Cristo amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25-26). Y en ese contexto “entregarse” es convertirse en “don sincero”, amando hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), hasta la donación de la cruz. Ese es el amor que los esposos deben vivir y reflejar.
42. El amor conyugal, al ser transformado en el amor divino, no pierde ninguna de las características que le son propias en cuanto realidad humana. Es el amor genuinamente humano —no otra cosa— lo que es asumido en el orden nuevo y sobrenatural de la redención. Se produce en él una verdadera transformación (ontológica) que consiste en una re-creación y elevación sobrenatural. No solo en la atribución de una nueva significación. Por eso el “modo humano” de vivir la relación conyugal, como manifestación del amor matrimonial, es condición necesaria para vivir ese mismo amor de manera sobrenatural, es decir, en cuanto “signo” del amor de Cristo y de la Iglesia. «El amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona —reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad—; mira a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no ser más que un solo corazón y una sola alma; exige la indisolubilidad y fidelidad de la donación recíproca definitiva y se abre a la fecundidad. En una palabra: se trata de las características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no solo las purifica y consolida, sino que las eleva hasta el punto de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos»[48].
43. La asunción y transformación del amor humano en el amor divino no es algo transeúnte y circunstancial. Es tan permanente y exclusiva —mientras los esposos vivan— como lo es la unión de Cristo con la Iglesia. Cristo —dice en este sentido el Concilio Vaticano II— «por medio del sacramento del matrimonio (…) permanece con ellos (los esposos), para que (…), con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo ha amado a su Iglesia y se entregó por ella»[49]. El amor de Cristo ha de ser la referencia constante del amor matrimonial, porque, primero y sobre todo, es su “fuente”. El amor de los esposos es “don” y derivación del mismo amor creador y redentor de Dios. Y esa es la razón de que sean capaces de superar con éxito las dificultades que se puedan presentar, llegando hasta el heroísmo si es necesario. Ese es también el motivo de que puedan y deban crecer más en su amor: siempre, en efecto, les es posible avanzar más, también en este aspecto, en la identificación con el Señor.
44. De esta verdad profundamente humana y divina habla la Iglesia en sus enseñanzas sobre el sacramento del matrimonio cuando anima a los esposos a hacer de su vida un don de sí con ese contenido preciso que describe como «amor conyugal»[50]. Después del pecado de los orígenes, vivir la rectitud en el amor matrimonial es “trabajoso”. A veces es difícil. La experiencia del mal se hace sentir en la relación del hombre y la mujer. Su amor matrimonial se ve frecuentemente amenazado por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir en ocasiones hasta el odio y la ruptura[51]. Acecha constantemente la tentación del egoísmo, en cualquiera de sus formas, hasta el punto de que «sin la ayuda de Dios el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó “al comienzo”»[52]. Solo el auxilio de Dios les hace capaces de vencer el repliegue sobre sí mismos y abrirse al “otro” mediante la entrega sincera —en la verdad— de sí mismos. Precisamente, tras la caída del principio, este es uno de los cometidos asignados por Dios al sacramento del matrimonio en relación con el amor conyugal, como señala el Concilio Vaticano II cuando afirma que «el Señor se ha dignado sanar, perfeccionar y elevar este amor con el don especial de la gracia y de la caridad»[53], como fruto salvífico de su obra redentora.
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