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El Jueves Santo es un día de gran importancia para los cristianos, ya que se celebra la Última Cena de Jesús con sus discípulos antes de su Pasión y Muerte. La liturgia de este día invita a profundizar en el misterio de la Pasión de Cristo y a recordar el testimonio de Jesús sobre la vocación al servicio del mundo y de la Iglesia.
El Evangelio de San Juan presenta a Jesús como alguien que, a pesar de saber que el Padre lo había puesto todo en sus manos y que venía de Dios y a Dios volvía, se arrodilla ante cada hombre y le lava los pies, como gesto inquietante de una acogida incansable. San Pablo completa el relato recordando a todas las comunidades cristianas lo que él mismo recibió: que aquella memorable noche la entrega de Cristo llegó a hacerse sacramento permanente en un pan y en un vino que convierten en alimento su Cuerpo y Sangre para todos los que quieran recordarle y esperar su venida al final de los tiempos, quedando instituida la Eucaristía.
La Eucaristía es entonces la celebración de la Cena del Señor en la que Jesús, un día como hoy, la víspera de su pasión, «mientras cenaba con sus discípulos tomó pan…» (Mt 28, 26). Él quiso que, como en su última Cena, sus discípulos nos reuniéramos y nos acordáramos de Él bendiciendo el pan y el vino: «Hagan esto en memoria mía» (Lc 22,19).
Antes de ser entregado, Cristo se entrega como alimento. En esa Cena, el Señor Jesús celebra su muerte: lo que hizo, lo hizo como anuncio profético y ofrecimiento anticipado y real de su muerte antes de su Pasión. Por eso «cuando comemos de ese pan y bebemos de esa copa, proclamamos la muerte del Señor hasta que vuelva» (1 Cor 11, 26).
La Eucaristía debe celebrarse con características propias, como Misa «en la Cena del Señor». En esta Misa, de manera distinta a todas las demás Eucaristías, no se celebra «directamente» ni la muerte ni la Resurrección de Cristo. No nos adelantamos al Viernes Santo ni a la Noche de Pascua. Hoy celebramos la alegría de saber que esa muerte del Señor, que no terminó en el fracaso sino en el éxito, tuvo un por qué y para qué: fue una «entrega», un «darse», fue «por algo» o, mejor dicho, «por alguien» y nada menos que por «nosotros y por nuestra salvación» (Credo).
Por eso esta Eucaristía debe celebrarse lo más solemnemente posible, pero, en los cantos, en el mensaje, en los signos, no debe ser ni tan festiva ni tan jubilosamente explosiva como la Noche de Pascua, noche en que celebramos el desenlace glorioso de esta entrega, sin el cual hubiera sido inútil.