• 12/12/2024

Una Iglesia Humilde

Raniero Cantalamessa nos habla de la humildad de la Iglesia:

Algunas consideraciones prácticas sobre la virtud de la humildad tomada en todas sus manifestaciones, es decir, tanto en comparación con Dios como en comparación con los hombres. No debemos engañarnos creyendo que hemos alcanzado la humildad sólo porque la palabra de Dios nos ha llevado a descubrir nuestra nada y nos ha mostrado que debe traducirse en servicio fraterno. A qué punto hayamos llegado en materia de humildad, se ve cuando la iniciativa pasa de nosotros a los otros, o sea, cuando ya no somos nosotros los que reconocemos nuestros defectos y equivocaciones, sino que son los otros quienes lo hacen; cuando no sólo somos capaces de decirnos la verdad, sino también de dejar de buen grado que nos la digan los otros. Antes de reconocerse ante fray Maseo como el más vil de los hombres, Francisco había aceptado, de buen grado y por mucho tiempo, que se burlaran de él, que amigos, parientes y todo el pueblo de Asís lo considerara como un ingrato, un exaltado, uno que no había hecho nada de bueno en su vida.

En qué punto estemos en la lucha contra el orgullo, se ve, en otras palabras, por el modo como reaccionamos, externa o internamente, cuando nos contradicen, corrigen, critican, o nos dejan de lado. Pretender matar el propio orgullo golpeándolo nosotros solos, sin que nadie intervenga desde fuera, es como usar el propio brazo para castigarse uno mismo: nunca nos hará verdaderamente daño. Es como si un médico quisiera extirparse él solo un tumor.

Cuando busco recibir gloria de un hombre por algo que digo o hago, es casi seguro que aquel a quien tengo delante busca recibir gloria de mí por cómo escucha y cómo responde. Y así sucede que cada uno busca su propia gloria y nadie la obtiene, y si acaso la obtiene no es más que «vanagloria», o sea, gloria vacía, destinada a disolverse en humo con la muerte. Pero el efecto es igualmente terrible; Jesús atribuía a la búsqueda de la propia gloria sin más la imposibilidad de creer. Les decía a los fariseos: «¿Cómo podréis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios?» (Jn 5,44).

Cuando nos encontremos enzarzados en pensamientos y aspiraciones de gloria humana, echemos en la refriega de tales pensamientos, como una antorcha ardiente, la palabra que Jesús mismo usó y que nos dejó a nosotros: «Yo no busco mi gloria» (Jn 8,50). La lucha de la humildad es una lucha que dura toda la vida y se extiende a todos los aspectos de la misma. El orgullo es capaz de nutrirse tanto del mal como del bien; más aún, a diferencia de lo que sucede con los otros vicios, el bien, no el mal, es el terreno de cultivo preferido por este terrible «virus». Escribe agudamente el filosofo Pascal:

«La vanidad tiene raíces tan profundas en el corazón del hombre que un soldado, un siervo de milicias, un cocinero, un cargador, se jacta de tener sus admiradores y pretende tenerlos, y los mismos filósofos también los quieren. Y los que escriben contra la vanagloria aspiran a la gloria de haber escrito bien, y quienes los leen a la gloria de haberlos leído; y yo, que escribo esto, nutro quizás el mismo deseo; y aquellos que me leerán quizás también».

Para que el hombre no «monte en soberbia», de ordinario Dios lo sujeta al suelo con una especie de ancla; le pone al lado, como a san Pablo, un «emisario de Satanás que lo abofetea», «una espina en la carne» (2 Cor 12,7). No sabemos exactamente qué era para el apóstol esta «espina en la carne», ¡pero sabemos bien lo que es para nosotros! Todo el que quiere seguir al Señor y servir a la Iglesia la tiene. Son situaciones humillantes que nos remiten constantemente, tal vez día y noche, a la dura realidad de lo que somos. Puede ser un defecto, una enfermedad, una debilidad, una impotencia, que el Señor nos deja, a pesar de todas las súplicas; una tentación persistente y humillante, quizás precisamente una tentación de soberbia; una persona con la que uno está obligado a vivir y que, a pesar de la rectitud de ambas partes, tiene el poder de poner al desnudo nuestra fragilidad, de demoler nuestra presunción y hacernos perder la calma.

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Pero la humildad no es sólo una virtud privada. Hay una humildad que debe resplandecer en la Iglesia como institución y pueblo de Dios. Si Dios es humildad, también la Iglesia debe ser humildad; si Cristo sirvió, también la Iglesia debe servir, y servir por amor. Durante demasiado tiempo la Iglesia, en su conjunto, ha representado ante el mundo la verdad de Cristo, pero tal vez no suficientemente la humildad de Cristo. Y sin embargo, con ésta, mejor que con cualquier apologética, es como se aplacan las hostilidades y los prejuicios en su contra y se allana la vía para la acogida del Evangelio.

Hay en Los Novios de Manzoni un episodio que encierra una profunda verdad psicológica y evangélica. El capuchino fray Cristóbal, terminado el noviciado, decide pedir perdón públicamente a los parientes del hombre al que, antes de hacerse fraile, había matado en un duelo. La familia se despliega en fila, formando una especie de horcas caudinas, de manera que el gesto resulte lo más humillante posible para el fraile y de la mayor satisfacción para el orgullo de la familia. Pero cuando ven al joven fraile avanzar con la cabeza inclinada, arrodillarse ante el hermano del muerto y pedir perdón, cede la arrogancia, son ellos los que se sienten confundidos y los que piden perdón, hasta que al final todos lo rodean para besarle la mano y encomendarse a sus oraciones. Son los milagros de la humildad.

En el profeta Sofonías dice Dios: «Dejaré en medio de ti un resto, un pueblo humilde y pobre que buscará refugio en el nombre del Señor» (Sof 3,12). Esta palabra todavía es actual y quizás también de ella dependerá el éxito de la evangelización en que la Iglesia está empeñada.

Ahora soy yo quien, antes de terminar, debo recordarme a mí mismo una máxima muy querida por san Francisco. Solía repetir:

«El emperador Carlos, Rolando y Oliverio y todos los paladines (…) consiguieron una victoria gloriosa y memorable (…). Son muchos los que ahora buscan el honor y la alabanza de los hombres por la sola narración de estas gestas que aquéllos realizaron». Por eso, escribió la explicación de estas palabras en sus admoniciones, en las que dice: «Los santos hicieron las obras, y nosotros, con narrarlas y predicarlas, queremos recibir honor y gloria» (LP 103; Adm 6,3).

Para no ser también yo uno de ellos, me esfuerzo por poner en práctica el consejo que un antiguo Padre del desierto, Isaac de Nínive, daba a quien tiene la obligación de hablar de las cosas espirituales que aún no ha alcanzado con su vida: «Habla de ellas -decía- como uno que pertenece a la clase de los discípulos y no con autoridad, tras haber humillado tu alma y haberte hecho más pequeño que todos tus oyentes».

Con este espíritu, Santo Padre, Venerables Padres, hermanos y hermanas, he osado hablarles de la humildad.

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