Y la Palabra se hizo carne
La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad (Jn 1, 9-14).
Entre otras cosas que se enseñan en este breve párrafo del evangelio de san Juan, meditaremos especialmente en el hecho de la encarnación del Hijo de Dios.
Primeramente, el autor señala que el Hijo de Dios, la Palabra eterna del Padre, es luz que ilumina a los hombres. Ya habíamos meditado en Jesús, Luz eterna; también en Jesús, Luz del mundo; ahora se dice que es luz de los hombres. Esto lo podemos comprender más a fondo desde la perspectiva de la verdad. Quien vive en la mentira o en el error vive entre tinieblas; quien ha conocido a Jesucristo participa de la verdad. Solo conocer a Jesucristo y aceptarlo como lo que es en realdad, el Hijo de Dios hecho hombre, ya nos ha situado en este mundo como partidarios de la luz y de la verdad, puesto que Jesús es la Luz y la Verdad.
Jesús, cuando enseñaba su evangelio, lo hacía mediante parábolas, y cuando le preguntaban sus discípulos el porqué de esta manera de enseñar, les decía que era para que los ciegos quedaran ciegos, refiriéndose a los que en realidad no tenían deseos de creer, de ninguna manera, en él y en su mensaje de salvación.
En realidad, es ciego quien, habiendo conocido a Jesucristo, ya en persona o ya sea por la predicación de otros, no lo reconoce ni acepta como el Hijo de Dios. ¿Cómo puede alguien saber de Jesucristo y rechazarlo? Él es luz, su palabra es luz, sus obras son luz. Bien dijo san Juan, el autor de este evangelio que hubo quienes prefirieron las tinieblas a la luz.
Pero hubo quienes sí aceptaron a Jesús con todo lo que él es. Aceptaron la luz del mundo. Reconocieron a Jesús como el Hijo de Dios, como el verdadero Dios, así como Juan lo presenta, como alguien que estaba desde el principio y también en la creación del mundo y, de hecho, como alguien que participó de esta creación del universo. El mundo fue hecho por la Palabra de Dios. Y la Palabra permaneció en el mundo. San Pablo también dirá que el mundo fue hecho por él y para él (Col 1, 16-23).
Recibir a Jesús, aceptar la fe en Jesucristo, ya nos abre muchas puertas. En primer lugar, dice san Juan, nos da la posibilidad de ser hijos de Dios, de nacer de él, de vivir en él. Jesús nos hace nacer de nuevo, no de la carne, sino de él mismo. Quienes aceptamos a Jesucristo tenemos un nuevo nacimiento, él nos hace nacer de Dios. Creer en Jesucristo nos hace contemplar su gloria de muchas maneras en esta tierra, pero sobre todo nos da la posibilidad de contemplar esta misma gloria en el cielo, pues, como veremos muchísimo más adelante en estas meditaciones, Jesús desea que donde él esté, también estén con él todos los que son suyos.
Jesús también quiere dar la resurrección y la vida a los que lo aman. En muchos momentos de la Escritura encontramos este deseo de Jesús de dar la vida a los que confían en su palabra, a los que están dispuestos a permanecer en él. Especialmente expresará este deseo en sus enseñanzas eucarísticas, cuando habla de que quien come su carne tiene vida eterna y será resucitado.
La enseñanza más bella de este breve párrafo del evangelio es la que dice: “y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros”. Es hermosa en expresión y mucho más hermosa en contenido, pues precisamente en esta frase encontramos una de las verdades más grandes del mundo: el Hijo de Dios se hizo hombre. Es una bella frase, bella y profunda, porque no solo da fe de aquello que el evangelio de Lucas y de Mateo también hablan: Jesús es el Hijo de Dios que nacerá de María. En efecto, el evangelio de san Lucas dice que el ángel vino a María para anunciarle que sería la madre de Dios, de alguien que será llamado Hijo de Dios. Y en efecto, cuando Jesús nace, vienen los pastores, invitados por los ángeles, a adorar al niño Dios. El evangelio de san Mateo también muestra a Jesús como el Hijo de Dios hecho hombre que nace entre nosotros; lo dice por boca del ángel a san José: María ha concebido por obra del Espíritu Santo y el santo que va a nacer de él será llamado Hijo de Dios y en él se cumple la profecía de Isaías que dice que la virgen concebirá a un hijo y le pondrán el nombre de Emanuel, Dios con nosotros.
Pero en este evangelio de san Juan no solamente se dice que Jesús es el hijo de Dios, sino que este evangelio tiene con claridad la frase perfecta: el hijo de Dios se encarnó, como lo declaramos en el Credo. No solamente se hizo hombre, sino que asumió la naturaleza humana. Pues dice: “el Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros”. Dios vino a habitar entre los hombres, y su primera casa es María.
Esta pequeña frase tiene un contenido teológico impresionante. De hecho, es el fundamento de la enseñanza acerca de quién es Jesucristo y qué es Jesucristo. En efecto, Jesucristo es el Hijo de Dios, eterno como el Padre y de su misma naturaleza. Pero también es hijo del hombre, porque se encarnó, es decir, asumió la naturaleza humana. Esto significa que se hizo hombre de verdad. No solo se revistió de hombre, sino que vino a ser uno de nosotros, como sabemos, en todo, menos en el pecado. Jesús asumió al hombre, tomó nuestra naturaleza, por eso decimos que es verdadero Dios y verdadero hombre. Se dice que Jesús es consubstancial al Padre, esto es, de la misma naturaleza de él; pero también que es consubstancial a nosotros, los hombres, esto es, de la misma naturaleza que nosotros. Él es totalmente hombre y totalmente Dios. El haber nacido entre nosotros no lo hace menos Dios, es en todo igual a nosotros y es en todo igual al Padre celestial.
Esto significa que Jesús tiene dos naturalezas. La divina y la humana. Podemos ver en Jesús, en efecto, el actuar divino, pues solo Dios puede obrar maravillas, como curar a los enfermos, por ejemplo, darles la vista a los ciegos, hacer caminar a los que no andan, quitar la enfermedad a los leprosos, hablar a los mudos. Solo Dios puede resucitar a los que han muerto, como cuando Jesús resucita al hijo de una viuda, a una niña, hija de Jairo, a su amigo Lázaro. Solo Dios puede perdonar los pecados. Solo Dios puede multiplicar los panes, como lo hace Jesús, o hacer que ocurra una pesca milagrosa. Solo Dios puede mandar sobre los elementos, como cuando calma una tempestad, o solo Dios puede caminar sobre las aguas, como hace Jesús.
Pero, al mismo tiempo, Jesús es verdadero hombre. En cuanto hombre él come, se cansa, se enoja, duerme, llora, siente sed, tiene una relación de amistad y compañerismo con sus discípulos y con sus amigos.
Pero, el que Jesús sea Dios no le quita en nada el que también sea hombre, pues nació de María. Y el que Jesús sea hombre no le quita en nada el que sea Dios, porque él bajó del cielo; y, en efecto, es eterno y se encarnó. Pero, hay que decirlo, desde que el Hijo de Dios bajó del cielo y se hizo hombre, es hombre para siempre, porque él resucitó con su propio cuerpo y subió al cielo con ese mismo cuerpo. Él está en el cielo con cuerpo y alma, precisamente porque el Hijo de Dios es hombre verdadero y Dios verdadero. Hijo de Dios e Hijo de María santísima. Seguiremos hablando de estas cosas. Demos, por ahora, gracias a Dios que quiso que su Hijo se encarnara, y que tuviera un corazón como el nuestro, para nuestra salvación.
Este artículo sobre: La Palabra se hizo Carne fue escrito por el padre Pacco Magaña guardía de Honor del Sagrado Corazón en SLP, Mexico.